La nación inventada
(Entre Manuela y María, la novela de la nación)
(Entre Manuela y María, la novela de la nación)
Parte
3
UN
ESCRITOR DE RUANA: UN ESCRITOR DE OTRO MUNDO
Según relato, que es
testimonio de parte, el 21 de diciembre de 1858, en Bogotá, llegó hasta el
cuarto de un prestigioso escritor un hombre vestido con ruana, con “pantalones
de algodón, alpargatas i camisa limpia, pero sin corbata i sin chaqueta”.[1] Aquel
hombre, que vestía como los “hijos del pueblo”, llevaba “unos veinte
cuadernillos de papel escritos” que constituían los borradores de una novela,
venía de alguna hacienda de tierra caliente y buscaba en la gris capital un
“juez en materia literaria” que examinara sus manuscritos. El perplejo escritor
bogotano tenía ante sí la visión poco convencional de un hombre pobremente
vestido pero instruido; parece que sintió alivio cuando notó que aquel recién
llegado tenía “su piel blanca, sus manos finas, sus modales corteses, sus
palabras discretas” que le anunciaban que estaba ante un “hombre educado”. Era
un excepcional escritor de ruana al frente de un distinguido escritor de
levita; un sobrio campechano, que se había dedicado a escribir confinado en
alguna hacienda cercana al caluroso valle del río Magdalena, buscaba en Bogotá
el reconocimiento de un trasegado publicista. Ignoraba las finas normas de
etiqueta, las sutilezas formales de la apariencia, del buen vestir y buen
decir; su perplejo anfitrión era un reconocido exponente de la cultura letrada
bogotana, representante de los círculos de la gente de buen tono, conocedor y
practicante de las normas de recepción, legitimación y consagración en los
exclusivos recintos letrados. El inesperado visitante era Eugenio Díaz Castro y
sus manuscritos eran los borradores de Manuela;
el otro era José Maria Vergara y Vergara, a quienes sus compañeros de cenáculo
lo habían señalado como la persona más adecuada para atender al escritor
provinciano.
Díaz Castro había
pasado la primera parte del examen de legitimación. Luego de revisarle su
indumentaria y sus modales, Vergara y Vergara siguió con las letras de la
novela y la vida del autor. “Dijimos que se le disculparían las faltas de su
estilo desde que conociera su vida”, había advertido el examinador.[2] Las
faltas de estilo estaban provisionalmente perdonadas, pero el humilde escritor tenía
que someterse a un proceso de rehabilitación en asuntos de forma; su juez consideró
conveniente que se uniera a las reuniones de la asociación de literatos de
Bogota; una prolongación de lo que había sido, un par de años antes, el Liceo
Granadino; con ese auxilio letrado estaba garantizado el ascenso literario de
aquel escritor silvestre: “ligado íntimamente con los muy estimables escritores
Carrasquilla y Borda, estimado por nuestros literatos renombrados los señores
Ortiz, y animado sin cesar por la obligante y bondadosa cortesía con que el señor
J. Arboleda lo distingue, el señor Díaz irá bien lejos”. Todos aquellos nombres
evocaban un círculo de escritores netamente conservador, filo-hispánico y
pro-jesuita. El procedimiento del grupo letrado reunido en Bogotá fue admitir
al raro escritor de ruana recién llegado; había que enderezar sus faltas de
Forma (con mayúscula), “la diosa de este siglo literario”, ese era el propósito
de un grupo de escritores que, por entonces, ya se insinuaban como los
principales propagandistas de la verdad católica.
El relato de ese
encuentro entre los dos escritores lo hizo el mismo José María Vergara y
Vergara y es revelador de un encuentro entre dos mundos separados. El uno era
el escritor trasegado y reconocido, cuya trayectoria le adjudicaba alguna
autoridad, a eso le agregaba ser un dirigente político del partido conservador
que ostentaba el poder presidencial en cabeza de Mariano Ospina Rodríguez, desde
1857. Para 1858, los dirigentes conservadores, principales beneficiarios de la
ruptura entre liberales y artesanos, ya concentraban sus esfuerzos en promover
formas asociativas que contribuyeran al arraigo de la institucionalidad
católica y, principalmente, a mitigar los conflictos sociales mediante la
difusión de las actividades de caridad. Un año antes había sido fundada en
Bogotá la conferencia de la Sociedad de San Vicente de Paúl, toda una
innovación en los métodos de acercamiento de la Iglesia católica y sus aliados
a los sectores populares, porque se trataba del contacto directo con la
pobreza. Ese mismo año había retornado al país la Compañía de Jesús, expulsada
por los liberales en 1851.
Eugenio Díaz Castro
estuvo alguna vez en los claustros universitarios, pero tuvo que interrumpir
sus estudios para dedicarse a sobrevivir en las tareas rudas del campo en
haciendas de la sabana de cundinamarquesa y luego en aldeas de tierra caliente.
Había vivido en las zonas marginales de la república, donde según el
determinismo geográfico de los políticos letrados de la época predominaba la
barbarie y el desorden, donde era imposible cumplir a cabalidad con cualquier
actividad intelectual. A Vergara y Vergara le sorprendió, de inmediato, que un
hombre de ruana –vestimenta distintiva de los sectores populares- pudiese ser
un escritor. Díaz Castro venia de vivir y escribir inmerso en ese otro mundo;
pero, lo que nos interesa, venia con un relato que representaba la vida pública
de esos lugares; que contaba lo qué decían, sentían, gozaban y padecían las
gentes no letradas que habitaban en ese otro mundo donde no parecían haber
llegado las pretendidas virtudes del orden republicano; donde todavía el cura
párroco ejercía una autoridad inconmovible, donde no había escuelas de primeras
letras ni periódicos ni talleres de imprenta. Era un mundo variopinto que
estaba lejos de lo que podían ver los círculos de políticos y letrados anclados
en la ensimismada Bogotá.
Los dos compartían, de
modo desigual, el atributo de la escritura y ejercían, también de modo
desigual, el acto de escribir como herramienta de representación de la
realidad. Ahí asoma la diferencia ostensible que caracterizaba a Díaz Castro;
en sus manuscritos, con todas las supuestas imperfecciones inherentes, el
excepcional escritor de ruana traía la propuesta de cómo narrar ese universo
abigarrado, ausente o al menos distante de las discusiones del círculo letrado
capitalino. Traía las voces de afuera, describía gentes, costumbres e ideas que
no habían estado incluidas todavía en el repertorio discursivo de las élites de
la política y la cultura de aquel tiempo. Las incorrecciones, los desaliños de
su lenguaje eran el resultado de un acercamiento fidedigno a esos modos de
hablar que no estaban incluidos o aprobados en la reglamentación escrituraria
de los literatos de Bogotá; su escritura se había cultivado en el contacto
íntimo con las gentes de las aldeas polvorientas de una república todavía
incipiente. Díaz Castro era, por tanto, poseedor de una perspectiva narrativa
que no nos resulta despreciable; era el narrador que había puesto en relación
el mundo de la escritura con el mundo todavía sin escritura. El entusiasmo
inicial de Vergara y Vergara por la novela que traía aquel rudimentario
escritor de tierra caliente debió responder a una doble curiosidad: la de
aquello que era objeto del relato y la del método narrativo que había adoptado
Díaz Castro. Para nosotros, ahora, el autor de Manuela se nos revela como un intermediario cultural que, en su
momento, trató de poner en limpio, en molde impreso, las voces no letradas del
universo republicano y de ese modo nos dejó abiertas las puertas de una rica
polifonía en la discusión acerca de lo que era y no era, para los olvidados
habitantes aldeanos, la nación. Viniendo de abajo a buscar legitimación entre
los círculos letrados de Bogotá, Díaz Castro comenzaba a situarse entre dos
mundos: del uno tomaba la materia de sus escritos, del uno provenía su
experiencia, como lo supo sustentar en muchos de sus relatos; del otro tomaba
el dispositivo escriturario, la tradición vertida en normas de correcta
escritura.
Y así fue, Díaz Castro
aceptó humildemente la posición de un aprendiz y esa condición la aprovechó en
el periódico literario El Mosaico,
fundado entre él y su consagrado anfitrión. Varios de sus relatos están
antecedidos de dedicatorias y notas de agradecimientos para sus maestros de
estilo; y enseguida desparramó su experiencia de vida en otras regiones, en
contacto con otros gustos, otras costumbres; tomó casos “históricos” de aquí y allá para demostrar
que, por ejemplo, los sectores populares también tenían conocimientos
musicales, que entre ellos también existía “la soltura, la elevación y la
finura”; que no podía imponerse un universalismo en esa materia y que era
necesario saber entender que el país poseía una variedad de aires musicales
que, en vez de considerarlos desvíos de una norma, eran indicio de la riqueza
en la producción musical.[3] Un
escritor como éste evocaba una polifonía que, seguramente, era uno de los
atributos centrales –y conflictivos, por supuesto- de su novela Manuela.
[1] Jose Maria Vergara y Vergara, “El senor Eujenio Diaz”, El Mosaico, Bogotá, 15 de abril de 1858,
pp. 89-91.
[2] Jose Maria Vergara y Vergara, proologo a Manuela, El Mosaico,
Bogotaa, No. 2, 1o. de enero de 1859, p. 16.
[3] Eugenio Diaz Castro, “La variedad de los gustos”, El Mosaico, Bogotá, No. 43, octubre 29
de 1859, p. 348.
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