Parte 4-
La nación inventada
(Entre Manuela y María, la novela de la nación)
LA DISTOPÍA DE LA
REPÚBLICA
[EL ALEGATO POPULAR DE
“NUESTRA REPÚBLICA PERFEUTA”].
Manuela está
impregnada, de principio a fin, de alusiones históricas. No disimula referirse
a hechos pasados inmediatos o a situaciones políticas presentes o futuras:
guerras civiles, revoluciones políticas, golpes de estado, elecciones. El
nombre de la villa o distrito –el narrador prefiere delatarse usando “el grato
nombre de parroquia”- que sirve de escenario principal es de las pocas
elisiones significativas, pero aun así no es difícil suponer el lugar posible,
cercano al río Magdalena, en descenso más o menos directo desde la alta y fría
Bogotá.[1] El personaje masculino principal,
Demóstenes, es caracterizado como un “gólgota” y “radical” que ha salido de Bogotá
a conocer las villas o distritos próximos de tierra caliente, que ha conocido
Estados Unidos y “la vida civilizada”, que leía las novelas anti-jesuitas de
Eugene de Sue, que era lector asiduo de El
Tiempo y El Neogranadino (periódicos
cuasi-oficiales del radicalismo bogotano) y que había sido miembro de un club
político de la elite liberal. Todo lo que acontece en la novela está situado en
la mitad de 1856, año de elecciones presidenciales, de las primeras y únicas
por mucho tiempo en Colombia en que se puso en ejercicio el sufragio universal
masculino que los mismos liberales radicales habían hecho aprobar en la
Constitución de 1853. En ese año de 1856 se enfrentaron las candidaturas de
Manuel Murillo Toro, por los liberales, y el conservador Mariano Ospina
Rodríguez, a la postre ganador; precisamente, el triunfo conservador hizo que
los liberales radicales fueran, en adelante, los principales enemigos del
sufragio universal puesto que favorecía ampliamente a sus rivales.
Capítulo a capítulo va quedando claro
que Demóstenes es “ un viajero”, “un forastero” liberal de la antigua facción gólgota, que ya comenzaba a denominarse radical, y que ha salido de la capital a
conocer la vida aldeana; el viaje a las provincias ya era en ese entonces una práctica
asidua de una elite ilustrada cuyo método había quedado plasmado en la
publicación por entregas, en la prensa de la época, a partir de 1851, de los
informes de la Comisión Corográfica, y reunidos en una primera edición
publicada en 1853 con el título Peregrinación
de Alpha, hoy célebre en la literatura proto-científica del siglo XIX y
considerado texto pionero de la literatura costumbrista en Colombia. El viajero
con su libreta de apuntes, su morral de libros e instrumentos, su criado y su
mula, cuadro repetido en muchas ocasiones entre el personal político que salía
a conocer su potencial dominio. Casi todos los capítulos hacen parte del
itinerario de Demóstenes o, mejor, casi todos los capítulos son escenas que
corresponden al periplo del viajero por la aldea. De tal manera que, en cada capítulo,
el forastero liberal establece conversación con alguno o algunos de los
habitantes de la parroquia. Cada conversación es una lección despiadada que va
a quedar consignada en su diario de viaje. Desde antes de llegar a la
parroquia, Demóstenes ha ido encontrando gentes que comienzan a informarlo de
la situación en aquella región. Primero va a encontrar, en una humilde choza a
la vera del camino, a Rosa “la trapichera”; pronto, en el capítulo tres, tendrá
el encuentro con el cura de la parroquia. El contraste entre ambos es objeto de
detenida descripción: un cura buen lector, instruido en leyes, interesado en
elecciones, animador de la medicina homeopática, “algo que para las pobres es
excelente”.[2]
En el diálogo, Demóstenes hizo rápido la pregunta:
“-Y de elecciones, ¿cómo andamos, señor
cura? ¿Usted no votará, no?”.[3]
El cura le responde sin titubeos que,
por supuesto, va a votar. Entonces la conversación se anima entre quien se
auto-considera miembro de la “escuela socialista” y quien defiende los
principios de la caridad cristiana. El cura aprovecha para advertirle acerca de
la superioridad tradicional de la iglesia católica, de la autoridad ganada en
su feligresía y afirma contundente:
“-A nosotros nos oyen cada ocho días y,
se lo diré sin vanidad, nos creen (…) ¿Le queda a usted duda de que nosotros
hemos tomado la iniciativa, y de que hemos conseguido mucho?”.[4]
El cura párroco ha buscado a Demóstenes
no solamente por el deseo de conocer al forastero; también porque necesita a
alguien con quien conversar en un distrito donde casi nadie lee. A pesar de
quedar claramente ubicados en orillas políticas opuestas, los une la cultura
letrada a la que pertenecen: “Yo no tengo con quién conversar entre semana,
sino con mis libros”. El cura sabía, además, que tenía que estudiar para, entre
otras cosas, luchar contra el protestantismo y el liberalismo, y que además
necesitaba demostrar la superioridad de la caridad sobre la divisa “libertad,
igualdad, fraternidad”.
“Lo raro es ver a una persona como
usted por aquí”, le dice en el segundo capítulo don Blas, propietario de un
trapiche.[5] La observación es buen
anuncio de lo que irá acumulándose en la novela. Cada encuentro de Demóstenes
pone en evidencia el contraste entre alguien que es emblema de “civilidad”,
“buenas maneras” y la gente común de la parroquia. En el capítulo cuatro, conoce
a Manuela, mientras ella lavaba ropas en el río. La conversación se concentra
en el contraste de las costumbres y normas de etiqueta bogotanas y lo que es
costumbre en aquella aldea; lo que puede hacerse en un pequeño distrito pero es
imposible hacer en público en las calles bogotanas; el viajero liberal termina
por admitir la distancia impuesta entre grupos sociales que parece desvanecerse
cuando se vive en la provincia:
“-La sociedad, Manuela, la sociedad nos
impone sus duras leyes; el alto tono que con una línea separa dos partidos
distintos por sus códigos aristocráticos”.[6]
Manuela lanza un sostenido reproche al
visitante; le increpa que existan gentes de “alto tono” y “nosotras las de bajo
tono”. La discusión se va concentrando en las diferencias de clase y educación
que sellan el lugar de cada grupo de individuos en la sociedad, por eso la
lavandera remata así la discusión: “Lo que creo es que la plata es la que hace
que ustedes puedan rozarse con todas nosotras cuando nos necesitan, y que
nosotras las pobres sólo cuando ustedes nos lo permitan y se les dé la gana”.[7]
Manuela es una muchacha mestiza de
diecisiete años que camina casi siempre descalza; el personaje condensa los
rasgos y comportamientos de mujeres trabajadoras en el campo, asediadas por el
gamonal del lugar, el enigmático “don Tadeo”; sometidas a las exacciones de los
propietarios de los trapiches; condenadas algunas a ser madres solteras, como
sucede con Rosa; respetuosas de la autoridad del cura de la parroquia –“¿Luego
no sabe que es él quien nos dirige?”, advierte más adelante Manuela acerca de
la autoridad que ejerce el sacerdote católico. La novela tiene personajes
femeninos inquietantes que nos refieren un mundo de inusitado activismo
político, existe por ejemplo el “partido manuelista”; también hay mujeres enigmáticas
que leen libros prohibidos; en el capítulo séptimo hay una lectora de novelas
que además vendía libros y que derivó en el indiferentismo religioso, menudo
hallazgo en aquella aldea; Marta, prima de Manuela, “sabía retazos de las cartas
de Eloisa a Abelardo”[8]. A veces ellas conversan
acerca de sus derechos; las “mujeres pobres” eran, según el relato,
“desdichadas arrendatarias”. El reclamo de dignidad en el trabajo y hasta de
derechos políticos cruza en diversas voces femeninas la novela: Rosa, Marta, Juana,
Clotilde, Melchora; pero la principal portadora de esos reclamos desde el punto
de vista de las mujeres trabajadoras es el personaje que brinda el título de la
novela. Es Manuela, por ejemplo, quien en Las
lecciones de baile, capítulo con tintes alegóricos, mueve la discusión
sobre igualdad entre los individuos y sobre la variedad de gustos musicales en
una sociedad escindida entre la supuesta gran cultura de la elite y el atraso
estético, según la perspectiva del notable liberal, de los sectores populares.
El narrador se ha ocupado, en este episodio, de otorgarle realce a las palabras
de Manuela, por ella hablan las gentes sencillas que “expresan mejor una idea
que los estudiantes de retórica de los colegios”. Mientras aplanchaba encima de
una gran mesa, la muchacha le inquiere a Demóstenes acerca de cómo entiende la
igualdad de derechos en la sociedad y, principalmente, pone de presente la
diferencia entre una igualdad en abstracto y las desigualdades de la vida
concreta:
“-Entonces diga usted que una cosa es
cacarear y otra poner el huevo; una cosa es hablar de igualdad y otra sujetarse
a ella”.[9]
En otra conversación, Manuela y el
huésped liberal discuten acerca del funcionamiento del sistema electoral; otra
vez se enfrentan la sabiduría popular de quien ha vivido la movilización
disputa lugareña por ganar las elecciones y las consignas del liberalismo
generico de alguien que ignora el trasunto de los procedimientos fraudulentos
que trastorna con frecuencia lo que considera la médula del sistema político
representativo. La república ideal ateniense o romana es evocada por el letrado
liberal en contraste con el áspero testimonio de la mujer aldeana. Mientras
Demóstenes defendía la frecuente convocación a elecciones, porque según él
servían para “que se civilicen los ciudadanos, que se instruyan en sus derechos
con el roce de las cuestiones populares de la República, como los atenienses
que vivían en la plaza haciendo leyes (…)”; mientras esto argüía el notable
radical, Manuela insistía en convencerlo de que “en todo este distrito
parroquial nadie sabe qué cosa son las elecciones, ni para qué sirven, ni nadie
vota si no le pagan o le ruegan o le mandan por medio de la autoridad de los dueños
de tierras o del gobierno”.[10]
[1] Los posibles
distritos evocados son Quipile, Guaduas o San Juan de Rioseco, distritos con producción
de cana de azúcar en la época y próximos al distrito de Ambalema, que por
entonces, 1857, cerraba un ciclo de auge en el cultivo y exportación de tabaco.
La quiebra de ciertas compañías exportadoras con intereses en esa zona es
examinada por José Antonio Ocampo, “El sector externo de la economía colombiana
del siglo XIX”, en: Adolfo Meisel, María Teresa Ramírez (eds.), Economía colombiana del siglo XIX, Banco
de la Republica-Fondo de Cultura Económica, 2010, pp. 199-243.
[2] No es detalle de sobra destacar que el discurso a favor de la
homeopatia es patrimonio exclusivo de los conservadores colombianos; Manuel
Mariia Madiedo es el maas destacado difusor de las bondades de la homeopatía.
No olvidemos que Madiedo es el pensador conservador que mejor adaptó un
utopismo socialista en la segunda mitad del siglo XIX, ampliamente leído entre
grupos de artesanos. Con las conferencias de San Vicente de Paúl, la distribución
de botiquines homeopáticos hizo parte de las actividades caritativas
recurrentes; al respecto, Gilberto Loaiza Cano, Sociabilidad, religión y política en la definición de la nación,
Bogotá, Universidad Externado de Colombia, pp. 265-288.
[3] La novela ha tenido múltiples ediciones;
hemos preferido utilizar la edición de lujo de la colección, muy bien
ilustrada, que alguna vez preparó la Fundación Carvajal, en Cali, cuando la
dirigencia política y económica del Valle del Cauca, una de las regiones más
ricas en recursos del suroccidente de Colombia, tenía ánimo, dinero y buen
gusto para invertir en asuntos culturales. Uso esa edición para rememorar
buenos tiempos, que se van yendo, de la producción de impresos en Colombia. Eugenio Díaz Castro, Manuela, Fundación Carvajal, Cali, 1967,
p. 27.
[4] Ibidem, p. 29.
[5] Ibidem, p. 19.
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