Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Pintado en la Pared, No. 80





Parte 4-
La nación inventada
(Entre Manuela y María, la novela de la nación) 

LA DISTOPÍA DE LA REPÚBLICA
[EL ALEGATO POPULAR DE “NUESTRA REPÚBLICA PERFEUTA”].

Manuela está impregnada, de principio a fin, de alusiones históricas. No disimula referirse a hechos pasados inmediatos o a situaciones políticas presentes o futuras: guerras civiles, revoluciones políticas, golpes de estado, elecciones. El nombre de la villa o distrito –el narrador prefiere delatarse usando “el grato nombre de parroquia”- que sirve de escenario principal es de las pocas elisiones significativas, pero aun así no es difícil suponer el lugar posible, cercano al río Magdalena, en descenso más o menos directo desde la alta y fría Bogotá.[1] El personaje masculino principal, Demóstenes, es caracterizado como un “gólgota” y “radical” que ha salido de Bogotá a conocer las villas o distritos próximos de tierra caliente, que ha conocido Estados Unidos y “la vida civilizada”, que leía las novelas anti-jesuitas de Eugene de Sue, que era lector asiduo de El Tiempo y El Neogranadino (periódicos cuasi-oficiales del radicalismo bogotano) y que había sido miembro de un club político de la elite liberal. Todo lo que acontece en la novela está situado en la mitad de 1856, año de elecciones presidenciales, de las primeras y únicas por mucho tiempo en Colombia en que se puso en ejercicio el sufragio universal masculino que los mismos liberales radicales habían hecho aprobar en la Constitución de 1853. En ese año de 1856 se enfrentaron las candidaturas de Manuel Murillo Toro, por los liberales, y el conservador Mariano Ospina Rodríguez, a la postre ganador; precisamente, el triunfo conservador hizo que los liberales radicales fueran, en adelante, los principales enemigos del sufragio universal puesto que favorecía ampliamente a sus rivales.

Capítulo a capítulo va quedando claro que Demóstenes es “ un viajero”, “un forastero” liberal de la antigua facción gólgota, que ya comenzaba a denominarse radical, y que ha salido de la capital a conocer la vida aldeana; el viaje a las provincias ya era en ese entonces una práctica asidua de una elite ilustrada cuyo método había quedado plasmado en la publicación por entregas, en la prensa de la época, a partir de 1851, de los informes de la Comisión Corográfica, y reunidos en una primera edición publicada en 1853 con el título Peregrinación de Alpha, hoy célebre en la literatura proto-científica del siglo XIX y considerado texto pionero de la literatura costumbrista en Colombia. El viajero con su libreta de apuntes, su morral de libros e instrumentos, su criado y su mula, cuadro repetido en muchas ocasiones entre el personal político que salía a conocer su potencial dominio. Casi todos los capítulos hacen parte del itinerario de Demóstenes o, mejor, casi todos los capítulos son escenas que corresponden al periplo del viajero por la aldea. De tal manera que, en cada capítulo, el forastero liberal establece conversación con alguno o algunos de los habitantes de la parroquia. Cada conversación es una lección despiadada que va a quedar consignada en su diario de viaje. Desde antes de llegar a la parroquia, Demóstenes ha ido encontrando gentes que comienzan a informarlo de la situación en aquella región. Primero va a encontrar, en una humilde choza a la vera del camino, a Rosa “la trapichera”; pronto, en el capítulo tres, tendrá el encuentro con el cura de la parroquia. El contraste entre ambos es objeto de detenida descripción: un cura buen lector, instruido en leyes, interesado en elecciones, animador de la medicina homeopática, “algo que para las pobres es excelente”.[2] En el diálogo, Demóstenes hizo rápido la pregunta:
“-Y de elecciones, ¿cómo andamos, señor cura? ¿Usted no votará, no?”.[3]

El cura le responde sin titubeos que, por supuesto, va a votar. Entonces la conversación se anima entre quien se auto-considera miembro de la “escuela socialista” y quien defiende los principios de la caridad cristiana. El cura aprovecha para advertirle acerca de la superioridad tradicional de la iglesia católica, de la autoridad ganada en su feligresía y afirma contundente:

“-A nosotros nos oyen cada ocho días y, se lo diré sin vanidad, nos creen (…) ¿Le queda a usted duda de que nosotros hemos tomado la iniciativa, y de que hemos conseguido mucho?”.[4]

El cura párroco ha buscado a Demóstenes no solamente por el deseo de conocer al forastero; también porque necesita a alguien con quien conversar en un distrito donde casi nadie lee. A pesar de quedar claramente ubicados en orillas políticas opuestas, los une la cultura letrada a la que pertenecen: “Yo no tengo con quién conversar entre semana, sino con mis libros”. El cura sabía, además, que tenía que estudiar para, entre otras cosas, luchar contra el protestantismo y el liberalismo, y que además necesitaba demostrar la superioridad de la caridad sobre la divisa “libertad, igualdad, fraternidad”.

“Lo raro es ver a una persona como usted por aquí”, le dice en el segundo capítulo don Blas, propietario de un trapiche.[5] La observación es buen anuncio de lo que irá acumulándose en la novela. Cada encuentro de Demóstenes pone en evidencia el contraste entre alguien que es emblema de “civilidad”, “buenas maneras” y la gente común de la parroquia. En el capítulo cuatro, conoce a Manuela, mientras ella lavaba ropas en el río. La conversación se concentra en el contraste de las costumbres y normas de etiqueta bogotanas y lo que es costumbre en aquella aldea; lo que puede hacerse en un pequeño distrito pero es imposible hacer en público en las calles bogotanas; el viajero liberal termina por admitir la distancia impuesta entre grupos sociales que parece desvanecerse cuando se vive en la provincia:
“-La sociedad, Manuela, la sociedad nos impone sus duras leyes; el alto tono que con una línea separa dos partidos distintos por sus códigos aristocráticos”.[6]

Manuela lanza un sostenido reproche al visitante; le increpa que existan gentes de “alto tono” y “nosotras las de bajo tono”. La discusión se va concentrando en las diferencias de clase y educación que sellan el lugar de cada grupo de individuos en la sociedad, por eso la lavandera remata así la discusión: “Lo que creo es que la plata es la que hace que ustedes puedan rozarse con todas nosotras cuando nos necesitan, y que nosotras las pobres sólo cuando ustedes nos lo permitan y se les dé la gana”.[7]

Manuela es una muchacha mestiza de diecisiete años que camina casi siempre descalza; el personaje condensa los rasgos y comportamientos de mujeres trabajadoras en el campo, asediadas por el gamonal del lugar, el enigmático “don Tadeo”; sometidas a las exacciones de los propietarios de los trapiches; condenadas algunas a ser madres solteras, como sucede con Rosa; respetuosas de la autoridad del cura de la parroquia –“¿Luego no sabe que es él quien nos dirige?”, advierte más adelante Manuela acerca de la autoridad que ejerce el sacerdote católico. La novela tiene personajes femeninos inquietantes que nos refieren un mundo de inusitado activismo político, existe por ejemplo el “partido manuelista”; también hay mujeres enigmáticas que leen libros prohibidos; en el capítulo séptimo hay una lectora de novelas que además vendía libros y que derivó en el indiferentismo religioso, menudo hallazgo en aquella aldea; Marta, prima de Manuela, “sabía retazos de las cartas de Eloisa a Abelardo”[8]. A veces ellas conversan acerca de sus derechos; las “mujeres pobres” eran, según el relato, “desdichadas arrendatarias”. El reclamo de dignidad en el trabajo y hasta de derechos políticos cruza en diversas voces femeninas la novela: Rosa, Marta, Juana, Clotilde, Melchora; pero la principal portadora de esos reclamos desde el punto de vista de las mujeres trabajadoras es el personaje que brinda el título de la novela. Es Manuela, por ejemplo, quien en Las lecciones de baile, capítulo con tintes alegóricos, mueve la discusión sobre igualdad entre los individuos y sobre la variedad de gustos musicales en una sociedad escindida entre la supuesta gran cultura de la elite y el atraso estético, según la perspectiva del notable liberal, de los sectores populares. El narrador se ha ocupado, en este episodio, de otorgarle realce a las palabras de Manuela, por ella hablan las gentes sencillas que “expresan mejor una idea que los estudiantes de retórica de los colegios”. Mientras aplanchaba encima de una gran mesa, la muchacha le inquiere a Demóstenes acerca de cómo entiende la igualdad de derechos en la sociedad y, principalmente, pone de presente la diferencia entre una igualdad en abstracto y las desigualdades de la vida concreta:
“-Entonces diga usted que una cosa es cacarear y otra poner el huevo; una cosa es hablar de igualdad y otra sujetarse a ella”.[9]   

En otra conversación, Manuela y el huésped liberal discuten acerca del funcionamiento del sistema electoral; otra vez se enfrentan la sabiduría popular de quien ha vivido la movilización disputa lugareña por ganar las elecciones y las consignas del liberalismo generico de alguien que ignora el trasunto de los procedimientos fraudulentos que trastorna con frecuencia lo que considera la médula del sistema político representativo. La república ideal ateniense o romana es evocada por el letrado liberal en contraste con el áspero testimonio de la mujer aldeana. Mientras Demóstenes defendía la frecuente convocación a elecciones, porque según él servían para “que se civilicen los ciudadanos, que se instruyan en sus derechos con el roce de las cuestiones populares de la República, como los atenienses que vivían en la plaza haciendo leyes (…)”; mientras esto argüía el notable radical, Manuela insistía en convencerlo de que “en todo este distrito parroquial nadie sabe qué cosa son las elecciones, ni para qué sirven, ni nadie vota si no le pagan o le ruegan o le mandan por medio de la autoridad de los dueños de tierras o del gobierno”.[10]    



[1] Los posibles distritos evocados son Quipile, Guaduas o San Juan de Rioseco, distritos con producción de cana de azúcar en la época y próximos al distrito de Ambalema, que por entonces, 1857, cerraba un ciclo de auge en el cultivo y exportación de tabaco. La quiebra de ciertas compañías exportadoras con intereses en esa zona es examinada por José Antonio Ocampo, “El sector externo de la economía colombiana del siglo XIX”, en: Adolfo Meisel, María Teresa Ramírez (eds.), Economía colombiana del siglo XIX, Banco de la Republica-Fondo de Cultura Económica, 2010, pp. 199-243.
[2] No es detalle de sobra destacar que el discurso a favor de la homeopatia es patrimonio exclusivo de los conservadores colombianos; Manuel Mariia Madiedo es el maas destacado difusor de las bondades de la homeopatía. No olvidemos que Madiedo es el pensador conservador que mejor adaptó un utopismo socialista en la segunda mitad del siglo XIX, ampliamente leído entre grupos de artesanos. Con las conferencias de San Vicente de Paúl, la distribución de botiquines homeopáticos hizo parte de las actividades caritativas recurrentes; al respecto, Gilberto Loaiza Cano, Sociabilidad, religión y política en la definición de la nación, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, pp. 265-288.  
[3] La novela ha tenido múltiples ediciones; hemos preferido utilizar la edición de lujo de la colección, muy bien ilustrada, que alguna vez preparó la Fundación Carvajal, en Cali, cuando la dirigencia política y económica del Valle del Cauca, una de las regiones más ricas en recursos del suroccidente de Colombia, tenía ánimo, dinero y buen gusto para invertir en asuntos culturales. Uso esa edición para rememorar buenos tiempos, que se van yendo, de la producción de impresos en Colombia. Eugenio Díaz Castro, Manuela, Fundación Carvajal, Cali, 1967, p. 27.
[4] Ibidem, p. 29.
[5] Ibidem, p. 19.
[6] Ibidem, p. 37.
[7] Ibidem, p. 38.
[8] Ibid, cap. 11.
[9] Ibidem, p. 85.
[10] Ibidem, pp. 270 y 271. 

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