Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

sábado, 19 de enero de 2013

Pintado en la Pared No. 81



Parte 5
Manuela
LA DISTOPÍA DE LA REPÚBLICA
O DIATRIBA COLECTIVA DE “NUESTRA REPÚBLICA PERFEUTA”.


El tema de la igualdad es quizás el más persistente, adoptado por varias voces. La presencia de Demóstenes había alentado en la aldea la discusión acerca de la igualdad entre “los descalzados” y “los calzados”. El uso del calzado sellaba una tajante distinción social; tener o no calzado ubicaba a cada cual en un lugar social bien definido. Demóstenes era un ciudadano de raigambre urbana, rico, culto, bien acostumbrado al uso de calzado; en aquella parroquia pululaban las gentes descalzas, es decir, “nosotros los pobres” como dicen algunos de los personajes. En el capítulo diez, unos estancieros que deseaban hacerse escuchar por el forastero liberal, hablaban así sobre las desigualdades en la república: “(…) Los calzados nos quieren tener por debajo a los descalzos los que componemos la mayor parte de la Republica. Este cachaco (refiriéndose despectivamente a Demóstenes, GLC) está siempre hablando de la igualdad y de la protección de los pobres; pero en lo que menos piensa él es en la igualdad”.1 El discurso sobre la igualdad es una requisitoria sostenida en toda la novela; son las gentes de las aldeas que no desaprovechan la ocasión para hacerle entender al visitante capitalino que hay una honda diferencia entre los principios igualitarios que él pregona, entre la igualdad abstracta que difunde su liberalismo y la realidad concreta de una parroquia sometida a las pujas entre poderes diversos que intentan imponerse a menudo de manera arbitraria. El mismo campesino dirá más adelante: “No hay más igualdad que el garrote y no dejarse uno chicotear ni de los ricos, ni de las autoridades, ni de nadie, como lo hago yo”.2 Y luego, invocando al gamonal de la parroquia, remata su perorata: “Yo no sé cómo será la igualdad, mientras que los ciudadanos estemos repartidos en la clase de los descalzos y la clase de los calzados. Don Tadeo dice que no puede haber igualdad hasta que no acabemos con todos los cachacos de botas y de zapatos”.

El autor se ha esmerado en advertirnos que su novela es una acumulación de “cuadros” y que su intención fundamental es reproducir con la fidelidad del daguerrotipo; entonces, en vez de hablar de capítulos, prefiere presentar “cuadros” que describen con minucia lugares, paisajes, personajes, gustos, sentimientos, costumbres. Esa ilusión de realidad acompaña y sustenta la perorata igualitaria a la que va añadiendo otros males que marcan el destino del mundo rural; uno de ellos es el de la inevitable participación en política. La política invadía todo y hasta el ser más apático quedaba inmerso, a su pesar, en las disputas lugareñas y estaba obligado a escoger un “partido”; aun más, la política era obstáculo de progreso económico. En una digresión que lleva el relato a describir una situación bogotana, se expone la queja de la ausencia de espíritu de riesgo empresarial, el desinterés por tecnificar la producción agrícola; en vez de traer trilladoras, el notablato de la época ha preferido invertir en talleres de imprenta: “Aquí en Bogota hay diez imprentas, mientras que no hay una sola máquina de trillar en todo el cantón ni en parte ninguna de la sabana”.3 En un diálogo de artesanos, recubierto por la remembranza del golpe de Melo de 1854, uno de ellos opta por no adherirse a ningún partido, suficientemente nefasta había sido su experiencia en aquella fracasada revolución artesano-militar que llevó al gobierno provisorio del general José María Melo.

Los “cuadros” de Eugenio Díaz Castro no son unidades narrativas aisladas, uno a uno nos va conduciendo al conflicto central que intenta sostener la tensión de la novela; el gamonal don Tadeo, fabricante y conocedor de leyes, liberal moderado que condensa el discurso de revancha clasista de algunos de los personajes, es el principal perseguidor de Manuela, poseerla ha sido una de sus obsesiones; desde la mitad de la novela su figura sombría va definiendo. En una primera caracterización, el gamonal es aquel individuo que pretende mantener el monopolio del conocimiento acerca de las leyes -“es el único que entiende y registra la Recopilación Granadina”-, y por tanto “entiende en elecciones, cabildos, pleitos, contribuciones y demandas; pero sacando de todo su tajada”,4 de modo que a la expoliación laboral en los trapiches se agrega la arbitrariedad de las autoridades del lugar, plegadas a lo que el gamonal, también propietario de tierras, pretenda. Salvar a Manuela de las garras del gamonal va enseñándole al lector que la aldea es un universo de poderes fragmentados y enfrentados, que la arbitrariedad es el elemento directivo de la vida rural. La autoridad sempiterna del cura párroco se ha vuelto relativa y él mismo ha necesitado buscar aliados transitorios; precisamente, una alianza episódica permitió reunir a los manuelistas: el cura párroco, Demóstenes, algunos hacendados, los vecinos y los parientes de Manuela; esa alianza episódica fue bautizada con un termino muy vernáculo, tan doméstico que es difícil de traducir y que era, para el siglo XIX colombiano, el resultado de una deformación de un término de origen chibcha, propio de los indígenas antes de la llegada de los conquistadores españoles; en fin, los manuelistas decidieron reunirse y urdir un contrafómeque que no era otra cosa que “oponer a una picardía otra mayor”.

Los manuelistas lograron hacer encarcelar, por muy poco tiempo, al temido gamonal. Pero al final él termina imponiéndose sobre las fuerzas que se han unido para neutralizarlo; el desenlace se hace sombrío para Manuela y para el destino del sistema republicano en un distrito cualquiera y relativamente cercano a Bogotá; ni la caridad cristiana, ni la democracia liberal ni los terratenientes pueden evitar el avance de las fuerzas tadeistas que buscan vengarse de “los oligarcas de las haciendas”; la venganza señala el destino de buena parte de aquel distrito visitado por un notable del partido liberal de la época. Los dos capítulos finales exponen la claudicación ante el embate del gamonal; Demóstenes decide regresar a Bogotá, convencido de su muy débil influencia en aquel lugar y el cura párroco se despide pidiéndole que abogue por la instauración de una “república cristiana”. Al día siguiente, 19 de julio, fecha de la boda de Manuela, ocurren los sucesos aciagos por mano del funesto gamonal; encerrados en la iglesia, Manuela y sus amigos son víctimas de un incendio provocado; ella muere y en su agonía alcanza a ser casada por el cura. El día siguiente, por tanto, fecha que comenzaba a ser el día conmemorativo del sistema republicano en Colombia, era para aquella aldea el día de luto, del sepelio de Manuela. Su muerte, entonces, parece, era una manera de cuestionar la supuesta perfección de la república.

La novela de Díaz Castro exhibe de principio a fin un atributo que para nosotros, hoy, es dato nada despreciable: es una novela polifónica; hablan múltiples voces quizás reelaborando un viejo código de comunicación popular, el de los reclamos y representaciones, muy frecuente en los tiempos del dominio colonial español. El patricio liberal, en vez de ilustrar a las gentes del pueblo, recibe en la aldea una lección que ha consistido en la enunciación, colectiva, de la distopía de la república. Al final, Demóstenes, símbolo quizás de la demagogia liberal que, a mitad de siglo, hizo añicos la relación con el artesanado, queda expuesto como alguien que ha ido, en plena campaña para la elección presidencial, a buscar apoyo electoral para el dirigente radical Manuel Murillo Toro.5 En efecto, el personaje admite en los capítulos finales que “tengo intenciones de ir al congreso” y que ha creído, como otros políticos de su tiempo, que el “estudio de costumbres” sirve como condición para atribuirse el derecho a ser representante del pueblo.6 Esa polifonía popular ha sido, sin duda, retóricamente superior al político radical inserto coyunturalmente en la rutina de una aldea cercana a la capital de la entonces Nueva Granada.

Pero eso que puede ser atributo para un lector de hoy, pudo ser todo lo contrario para los lectores del manuscrito de la novela en aquella época; ese lenguaje popular exponía las vicisitudes del orden republicano e, incluso, los factores de su aniquilación: ni la iglesia católica, ni la constitución política ni el prestigio de los hacendados lograban establecer un orden libre de arbitrariedades. El universo político rural era desapacible y violento. Ese universo lo supo sintetizar Dámaso, el humilde campesino novio de la protagonista: “Usted sabe que no habiendo leyes ni administración de justicia, el más violento es el que manda”. La novela, en consecuencia, en vez de sugerir un mundo ideal, en vez de proponer una armonía social y política, pintó o retrató, palabras preferidas del novelista, una vida política aldeana que estaba muy lejos de poner en obra los lemas de una república perfecta.


Siguiente entrega: Jorge Isaacs y su novela María.
1 Ibidem, p. 97.
2 Ibidem.
3 Cap. XII, p. 133.
4 Cap. XIII, p.
5 Manuel Murillo fue quizás el principal dirigente del liberalismo radical en la segunda mitad del siglo XIX; fue, como secretario del Interior, durante la presidencia de José Hilario López, el artífice ideológico de la fundación de más de un centenar de clubes políticos que permitieron expandir nacionalmente del partido liberal; fue presidente de los Estados Unidos de Colombia. Fue el candidato derrotado en las elecciones presidenciales, de 1857, las primeras basadas en el sufragio universal masculino, ante el candidato conservador Mariano Ospina Rodríguez.
6 Demóstenes ya había vivido una experiencia electoral adverso como “representante por un pueblo de la costa, en donde los electores no me conocían ni aun por mi retrato”, cap. XIII, p. 270.

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