Parte 5
Manuela
LA
DISTOPÍA DE LA REPÚBLICA
O
DIATRIBA COLECTIVA DE “NUESTRA REPÚBLICA PERFEUTA”.
El
tema de la igualdad es quizás el más persistente, adoptado por
varias voces. La presencia de Demóstenes había alentado en la aldea
la discusión acerca de la igualdad entre “los descalzados” y
“los calzados”. El uso del calzado sellaba una tajante distinción
social; tener o no calzado ubicaba a cada cual en un lugar social
bien definido. Demóstenes era un ciudadano de raigambre urbana,
rico, culto, bien acostumbrado al uso de calzado; en aquella
parroquia pululaban las gentes descalzas, es decir, “nosotros los
pobres” como dicen algunos de los personajes. En el capítulo diez,
unos estancieros que deseaban hacerse escuchar por el forastero
liberal, hablaban así sobre las desigualdades en la república: “(…)
Los calzados nos quieren tener por debajo a los descalzos los que
componemos la mayor parte de la Republica. Este cachaco (refiriéndose
despectivamente a Demóstenes, GLC) está siempre hablando de la
igualdad y de la protección de los pobres; pero en lo que menos
piensa él es en la igualdad”.1
El discurso sobre la igualdad es una requisitoria sostenida en toda
la novela; son las gentes de las aldeas que no desaprovechan la
ocasión para hacerle entender al visitante capitalino que hay una
honda diferencia entre los principios igualitarios que él pregona,
entre la igualdad abstracta que difunde su liberalismo y la realidad
concreta de una parroquia sometida a las pujas entre poderes diversos
que intentan imponerse a menudo de manera arbitraria. El mismo
campesino dirá más adelante: “No hay más igualdad que el garrote
y no dejarse uno chicotear ni de los ricos, ni de las autoridades, ni
de nadie, como lo hago yo”.2
Y luego, invocando al gamonal de la parroquia, remata su perorata:
“Yo no sé cómo será la igualdad, mientras que los ciudadanos
estemos repartidos en la clase de los descalzos y la clase de los
calzados. Don Tadeo dice que no puede haber igualdad hasta que no
acabemos con todos los cachacos de botas y de zapatos”.
El
autor se ha esmerado en advertirnos que su novela es una acumulación
de “cuadros” y que su intención fundamental es reproducir con la
fidelidad del daguerrotipo; entonces, en vez de hablar de capítulos,
prefiere presentar “cuadros” que describen con minucia lugares,
paisajes, personajes, gustos, sentimientos, costumbres. Esa ilusión
de realidad acompaña y sustenta la perorata igualitaria a la que va
añadiendo otros males que marcan el destino del mundo rural; uno de
ellos es el de la inevitable participación en política. La política
invadía todo y hasta el ser más apático quedaba inmerso, a su
pesar, en las disputas lugareñas y estaba obligado a escoger un
“partido”; aun más, la política era obstáculo de progreso
económico. En una digresión que lleva el relato a describir una
situación bogotana, se expone la queja de la ausencia de espíritu
de riesgo empresarial, el desinterés por tecnificar la producción
agrícola; en vez de traer trilladoras, el notablato de la época ha
preferido invertir en talleres de imprenta: “Aquí
en Bogota hay diez imprentas, mientras que no hay una sola máquina
de trillar en todo el cantón ni en parte ninguna de la sabana”.3
En un diálogo de artesanos, recubierto por la remembranza del golpe
de Melo de 1854, uno de ellos opta por no adherirse a ningún
partido, suficientemente nefasta había sido su experiencia en
aquella fracasada revolución artesano-militar que llevó al gobierno
provisorio del general José María Melo.
Los
“cuadros” de Eugenio Díaz Castro no son unidades narrativas
aisladas, uno a uno nos va conduciendo al conflicto central que
intenta sostener la tensión de la novela; el gamonal don Tadeo,
fabricante y conocedor de leyes, liberal moderado que condensa el
discurso de revancha clasista de algunos de los personajes, es el
principal perseguidor de Manuela, poseerla ha sido una de sus
obsesiones; desde la mitad de la novela su figura sombría va
definiendo. En una primera caracterización, el gamonal es aquel
individuo que pretende mantener el monopolio del conocimiento acerca
de las leyes -“es
el único que entiende y registra la Recopilación
Granadina”-,
y por tanto “entiende en elecciones, cabildos, pleitos,
contribuciones y demandas; pero sacando de todo su tajada”,4
de modo que a la expoliación laboral en los trapiches se agrega la
arbitrariedad de las autoridades del lugar, plegadas a lo que el
gamonal, también propietario de tierras, pretenda. Salvar
a Manuela de las garras del gamonal va enseñándole al lector que la
aldea es un universo de poderes fragmentados y enfrentados, que la
arbitrariedad es el elemento directivo de la vida rural. La autoridad
sempiterna del cura párroco se ha vuelto relativa y él mismo ha
necesitado buscar aliados transitorios; precisamente, una alianza
episódica permitió reunir a los manuelistas:
el cura párroco, Demóstenes, algunos hacendados, los vecinos y los
parientes de Manuela; esa alianza episódica fue bautizada con un
termino muy vernáculo, tan doméstico que es difícil de traducir y
que era, para el siglo XIX colombiano, el resultado de una
deformación de un término de origen chibcha, propio de los
indígenas antes de la llegada de los conquistadores españoles; en
fin, los manuelistas
decidieron reunirse y urdir un contrafómeque
que no era otra cosa que “oponer a una picardía otra mayor”.
Los
manuelistas lograron hacer encarcelar, por muy poco tiempo, al
temido gamonal. Pero al final él termina imponiéndose sobre las
fuerzas que se han unido para neutralizarlo; el desenlace se hace
sombrío para Manuela y para el destino del sistema republicano en un
distrito cualquiera y relativamente cercano a Bogotá; ni la caridad
cristiana, ni la democracia liberal ni los terratenientes pueden
evitar el avance de las fuerzas tadeistas que buscan vengarse
de “los oligarcas de las haciendas”; la venganza señala el
destino de buena parte de aquel distrito visitado por un notable del
partido liberal de la época. Los dos capítulos finales exponen la
claudicación ante el embate del gamonal; Demóstenes decide regresar
a Bogotá, convencido de su muy débil influencia en aquel lugar y el
cura párroco se despide pidiéndole que abogue por la instauración
de una “república cristiana”. Al día siguiente, 19 de julio,
fecha de la boda de Manuela, ocurren los sucesos aciagos por mano del
funesto gamonal; encerrados en la iglesia, Manuela y sus amigos son
víctimas de un incendio provocado; ella muere y en su agonía
alcanza a ser casada por el cura. El día siguiente, por tanto, fecha
que comenzaba a ser el día conmemorativo del sistema republicano en
Colombia, era para aquella aldea el día de luto, del sepelio de
Manuela. Su muerte, entonces, parece, era una manera de cuestionar la
supuesta perfección de la república.
La
novela de Díaz Castro exhibe de principio a fin un atributo que para
nosotros, hoy, es dato nada despreciable: es una novela polifónica;
hablan múltiples voces quizás reelaborando un viejo código de
comunicación popular, el de los reclamos y representaciones, muy
frecuente en los tiempos del dominio colonial español. El patricio
liberal, en vez de ilustrar a las gentes del pueblo, recibe en la
aldea una lección que ha consistido en la enunciación, colectiva,
de la distopía de la república. Al final, Demóstenes, símbolo
quizás de la demagogia liberal que, a mitad de siglo, hizo añicos
la relación con el artesanado, queda expuesto como alguien que ha
ido, en plena campaña para la elección presidencial, a buscar apoyo
electoral para el dirigente radical Manuel Murillo Toro.5
En efecto, el personaje admite en los capítulos finales que “tengo
intenciones de ir al congreso” y que ha creído, como otros
políticos de su tiempo, que el “estudio de costumbres” sirve
como condición para atribuirse el derecho a ser representante del
pueblo.6
Esa polifonía popular ha sido, sin duda, retóricamente superior al
político radical inserto coyunturalmente en la rutina de una aldea
cercana a la capital de la entonces Nueva Granada.
Pero
eso que puede ser atributo para un lector de hoy, pudo ser todo lo
contrario para los lectores del manuscrito de la novela en aquella
época; ese lenguaje popular exponía las vicisitudes del orden
republicano e, incluso, los factores de su aniquilación: ni la
iglesia católica, ni la constitución política ni el prestigio de
los hacendados lograban establecer un orden libre de arbitrariedades.
El universo político rural era desapacible y violento. Ese universo
lo supo sintetizar Dámaso, el humilde campesino novio de la
protagonista: “Usted sabe que no habiendo leyes
ni administración de justicia, el más violento es el que manda”.
La novela, en consecuencia, en vez de sugerir un mundo ideal, en vez
de proponer una armonía social y política, pintó o retrató,
palabras preferidas del novelista, una vida política aldeana que
estaba muy lejos de poner en obra los lemas de una república
perfecta.
Siguiente entrega: Jorge
Isaacs y su novela María.
1
Ibidem, p. 97.
2
Ibidem.
3
Cap. XII, p. 133.
4
Cap. XIII, p.
5
Manuel Murillo fue quizás el principal dirigente
del liberalismo radical en la segunda mitad del siglo XIX; fue, como
secretario del Interior, durante la presidencia de José Hilario
López, el artífice ideológico de la fundación de más de un
centenar de clubes políticos que permitieron expandir nacionalmente
del partido liberal; fue presidente de los Estados Unidos de
Colombia. Fue el candidato derrotado en
las elecciones presidenciales, de 1857, las primeras basadas en el
sufragio universal masculino, ante el candidato conservador Mariano
Ospina Rodríguez.
6
Demóstenes ya había vivido una experiencia
electoral adverso como “representante por un pueblo de la costa,
en donde los electores no me conocían ni aun por mi retrato”,
cap. XIII, p. 270.
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