EPÍLOGO
ACERCA DE MANUELA y MARíA
(FRAGMENTO)
Bien, creo que hemos reunido suficientes argumentos en el examen de
las dos novelas que nos permiten responder a las preguntas que han
motivado este ensayo: ¿por qué Manuela no pudo ser la novela
difundida como el canon de la novela nacional durante el siglo XIX en
Colombia y por qué, en cambio, María fue aupada, recibida y
aclamada como la novela que correspondía plenamente a un ideal de
nación?
Una parte de la respuesta está en la condición intrínseca de cada
obra; Manuela fue una novela escrita en un tono requisitorio
que ponía en cuestión el funcionamiento del sistema republicano y
ese tono fue vertido en una narración sostenida por la polifonía,
por la presencia de múltiples voces que representaban a individuos
de la vida aldeana; en consecuencia, su lenguaje era rústico,
plagado de provincialismos y coloquialismos difíciles aún de
asimilar y, sobre todo, de aceptar por el círculo letrado que podía,
en ese entonces, legitimar la obra. Podría pensarse que, para 1858,
la novela de Eugenia Díaz Castro no tenía un público preparado
para leerla y, también, que la novela no estaba escrita en un
registro aceptable para los criterios o normas de buen uso que
empezaban a imponerse en el canon del buen gusto de los letrados que
trataban de darle alguna estabilidad institucional a la creación y
el consumo literarios en la Colombia de entonces (...) Es decir, aún
en 1866, la comunidad exclusiva de los letrados (o literatos, según
uso frecuente en la época), no había logrado acordar cómo relatar
costumbres, describir lugares y “figuras humanas”. Preocupado por
lograr ajustarse a “los preceptos de la Academia”, refiriéndose
por supuesto a la Academia de la Lengua de Madrid, a Vergara y
Vergara le inquietaba que los escritores tuviesen que “batallar con
el uso del país” que podía ser, con frecuencia, muy diferente al
uso peninsular que quería imponerse. Las preocupaciones por la forma
correcta de escritura afloraron desde la publicación de los primeros
capítulos de Manuela en el periódico El Mosaico y la
interrupción de la publicación por entregas de los capítulos de la
obra obedeció a la necesidad de obtener, como premisa, criterios o
normas de uso de la lengua.
En suma, la élite letrada apenas estaba edificando sus propios
criterios de creación y consumo literarios cuando apareció Díaz
Castro con su Manuela y puso en debate cómo esa elite letrada
podía construir el relato acerca de la nación, como podía poner en
relación sus gustos, usos y normas de escritura con los gustos y
usos de las formas populares de expresión. La novela en mientes, en
vez de ofrecer una propuesta de canon de expresión de una elite
letrada en su relación con los sectores populares, dejaba hablar
descarnada y descaradamente a esos sectores populares y desdibujaba o
ponía en un plano muy secundario la voz narrativa de esa elite. De
manera que Manuela no contribuía en aquel momento a cimentar
la identidad de una elite de la riqueza, de la política y de la
cultura, sino que se adelantaba en la emergencia de las aspiraciones
políticas de sectores populares que se sentían abandonados por el
Estado y que no encontraban satisfacción en las coordenadas del
sistema republicano.
María, en contraste, era novela precedida de un proceso de
depuración formal; los manuscritos de la novela contaron con varios
ojos de notables correctores, entre ellos su hermano Alcides,
profesor conocedor de gramática, y Miguel Antonio Caro, quien iba a
ser el más importante dirigente conservador del último cuarto del
siglo XIX y exponente del saber filológico en Colombia al lado de
Rufino José Cuervo. Además de eso, la novela de Isaacs lograba
proponer la presencia narrativa dominante de una elite que podía, al
tiempo, conversar con las gentes del pueblo, reproducir el registro
popular y expresar los sentimientos amorosos en el código de afectos
del cristianismo. Su escritura proponía una solución expresiva para
una elite que venía buscando cómo representar la nación en la
ficción literaria y, al tiempo, cómo representar sus propias
necesidades expresivas. Dicho en otras palabras, María
condensaba la construcción del mundo expresivo de una élite que le
sirviese de herramienta para entender su situación en el mundo y
para entender ese mundo. La amalgama de romanticismo y costumbrismo
ponía a dialogar el yo de una élite preocupada por distinguirse
como la dueña de la forma de la escritura acerca de la nación.
María se ofreció como paradigma de escritura de una élite
que luchaba por fijar normas de uso; por distinguirse y distanciarse
del pueblo para poder asumir, en la escritura, su superioridad
social, política y cultural. La novela proponía la síntesis en la
forma de representar y relatar la sensibilidad, los sentimientos, el
paisaje, los seres humanos en su diversidad social.
Para el momento de la aparición de María, ya existía un
mercado lector femenino bien formado en los preceptos publicitarios
católicos, gracias a la popularidad de algunos periódicos guiados
por letrados conservadores. La
importancia de la mujer en la expansión del ideal caritativo
católico estuvo estrechamente asociada con la iniciativa católica
de conquistarla como destinataria regular de su mensaje. Eso
significó, por ejemplo, su reclutamiento en un sistema de enseñanza
privado, sobre todo en Bogotá. Desde 1855, los colegios y los
periódicos católicos manifestaron claramente la intención de
contribuir a la formación de la mujer de la elite, mientras que los
liberales sólo a partir de la década de 1870 ofrecieron una
alternativa laica para su educación. Pero, a pesar de los esfuerzos
liberales, el discurso católico permaneció como la matriz
fundamental de la formación de mujeres lectoras e incluso de las
escritoras a lo largo del siglo XIX.
Los
periódicos dedicados al « gracioso sexo » o al « bello
sexo » comenzaron a aparecer en Bogotá, hacia 1855, con la
fundación de La
Esperanza,
bajo la dirección de José Joaquín Ortiz, quien luego iba a ser el
fundador y director del influyente periódico La
Caridad. En 1858, también en Bogotá,
la voluntad de conquistar a las mujeres fue aún más evidente con
la publicación simultánea de La
Biblioteca de señoritas y de El
Mosaico. Una década después, en 1868,
José Joaquín Borda fundó El Hogar.
Ese mismo año nació, en Medellín, La
Aurora. Otra contribución al
periodismo femenino con intención católica fue la de Manuel María
Madiedo quien publicó, en 1871, el semanario El
Museo literario. En 1872, en Cartagena,
fue publicada La Lira;
en 1874, en Barranquilla, fue fundado El
Iris. La década de 1870 conoció
también algunos periódicos escritos exclusiva o mayoritariamente
por mujeres. Por ejemplo, la congregación del Sagrado Corazón de
Jesús de Cartagena tuvo su periódico La
Fe, entre 1878 y 1884. En 1878,
apareció en Bogotá la revista La
Mujer, dirigida por Soledad Acosta de
Samper, órgano oficial de la Sociedad
protectora de los niños desamparados.
Ahora bien, algunos grandes periódicos católicos, como La
Caridad, pretendían dirigirse “en primer lugar, a las mujeres
sensibles, buenas y generosas de la Nueva Granada”.1
La
prensa católica, consciente del gusto femenino por ciertos
géneros literarios, se ocupó de aconsejar acerca del tipo de
lecturas más adecuado para las mujeres y recomendó a los padres que
ejercieran tenaz vigilancia en el hogar. En 1857, según El
Catolicismo, las madres debían evitar que sus hijas leyeran
novelas, principalmente las de Eugène Sue, e imponer como única
lectura los textos de instrucción cristiana: « La
lectura de novelas y relatos amorosos es uno de los medios utilizados
por las madres para corromper a sus propias hijas. Lo mejor es que
ellas lean lecciones de historia sagrada, historia universal,
historia eclesiastica (…) Hay que desconfiar de las novelas
de Sue, principalmente Les mystères de Paris y Le juif
errant ».2
Todas estas publicaciones se proclamaban, al mismo
tiempo, católicas, femeninas y literarias. Todas cumplían funciones
educativas y moralizantes; preconizaban una presencia pública
discreta para las mujeres, siempre en las actividades cotidianas de
difusión del mensaje cristiano en sus hogares y de expansión del
frente de caridad. La mujer de las elites era la destinataria
principal que, además, disponía del tiempo suficiente para la
lectura y podía hacer gastos suntuarios, como la suscripción a los
periódicos. La importancia que se le concedió al público femenino
condujo a ciertos cambios en la prensa como, por ejemplo, la
aparición de secciones consagradas a las novedades de la moda. La
Biblioteca de
señoritas se jactaba de contar con la
exclusiva colaboración de una corresponsal en Paris y La
Caridad creó una “revista de moda
con el fin de tener informadas a nuestras lectoras de las novedades
parisinas”. La mayoría de esos periódicos circulaba el sábado en
la tarde porque, principalmente en Bogotá, ese era el momento
habitual del ocio y las tertulias. En 1865, la presencia de mujeres
suscriptoras en las listas de los periódicos no era despreciable.
Entre los 1479 suscriptores de La
Caridad, 420 (28.3%) eran mujeres.
Ellas podían, por tanto, constituir, en esa ciudad, un tercio de la
población lectora o, al menos, consumidora de periódicos. En
fin, desde 1857 fue evidente un ciclo ascendente de sociabilidad
católica y de esfuerzos publicitarios que tuvieron a las mujeres –
a las devotas mujeres de la élite- en su centro de atención.
De tal manera
que la novela María
no apareció en un terreno yermo. Para entonces ya se habían
acumulado factores que la hacían posible y que la hacían familiar,
por no decir que compatible con un público, especialmente femenino,
que había recibido una laboriosa educación sentimental mediante los
publicistas conservadores de la época. La mujer católica adquirió
preponderancia pública estimulada por los movimientos de expansión
del catolicismo en su lucha contra las tentativas laicizantes del
liberalismo y se consolido como agente de difusión de la fe
católica. María,
en un siglo de sacralización de la mujer y en un momento de
expansión hegemónica de mecanismos asociativos, quedaba inserta en
un proceso publicitario de afirmación de la utopía de un orden
político conservador. No era obra solitaria y extraña, sino que
sintonizaba con un momento discursivo muy prolífico entre los
escritores defensores del ideal de una republica católica en
Colombia. Fue precisamente en el popular periódico La
Caridad
donde José María Vergara y Vergara saludó, el 5 de julio de 1867,
la novela de Isaacs, y la saludó como una obra escrita casi
estrictamente para complacer un mercado lector femenino, cuando
afirmó: “María hará largos viajes por el mundo, no en las
balijas del correo, sino en las manos de las mujeres, que son las que
popularizan los libros bellos. Las mujeres la han recibido con
emoción profunda, han llorado sobre sus páginas, y el llanto de la
mujer es verdaderamente el laurel de la gloria”.3
María
nació, pues, para un público a la expectativa que la presentía y
que la iba a disfrutar, compuesto primordialmente de mujeres
rezanderas y adineradas, mujeres que constituían el pilar de la
movilización del catolicismo ultramontano en Colombia (...)
3
J.M. Vergara y Vergara, “María”, La Caridad, Bogotá, No. 41, 5
de julio de 1867, p. 649-651.
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