LOS PREMIOS DE
LA FUNDACIÓN ALEJANDRO ÁNGEL
ESCOBAR
Son muy pocos aquellos premios que, basados en
principios estrictamente meritocráticos, constituyen un reconocimiento autorizado
de la creación intelectual en las ciencias sociales y humanas en Colombia. Uno
de esos premios, considerado como una especie de Nobel de dimensión local, es
el que ofrece anualmente, desde 1955, la Fundación Alejandro Ángel Escobar
(FAAE). Desde ese año, esa fundación otorga premios a los mejores investigadores
en ciencias naturales y exactas; y desde 1995, lo hace en ciencias sociales y
humanas. Desde entonces, es un premio deseado por muchos y conseguido por muy
pocos.
Como bien lo recordaba un colega cuyo nombre no
estoy autorizado a divulgar, el creador de la FAAE “era un economista graduado en Cambridge, notable investigador en
ciencias agropecuarias, ministro de agricultura de Laureano Gómez y empresario
exitoso. Dicen que le llamaban el "míster" por sus modales refinados.
Al final de sus años, Ángel Escobar decidió legar su fortuna al fomento de la
ciencia y la cultura y a la promoción de las élites intelectuales de este país.
Para ello decidió emplear el patrón moderno de filantropía académica y
científica de la Fundación Rockefeller que en el periodo de entreguerras
contribuyó a la reconstrucción de la ciencia europea y en mucho a la
constitución del desarrollo moderno de las ciencias en América Latina”. En
fin, agrego yo, el empresario en mientes obró como un mecenas que quiso
contribuir a darle firmeza a la producción intelectual de alto nivel en una
Colombia que apenas estaba consolidando un sistema universitario de educación
superior; su lema fundador de los premios, que se repite por estos días de
octubre, ha sido el siguiente: “No es mi deseo que se premie al menos malo,
sino al muy bueno”.
Sin embargo, los premios de FAAE
siguen pasando inadvertidos en muchas instituciones universitarias y regiones
del país. Basta ver el contraste entre la difusión que les otorgan las
universidades de Bogotá y Medellín en sus publicaciones oficiales, incluso en
sus programas radiales, con la escasa repercusión en, por ejemplo, Cali. Hace
un año, el suscrito recibió el premio en ciencias sociales y humanas por su
libro Sociabilidad,
religión y política en la definición de la nación. Colombia, 1811-1882. Ningún funcionario de la Universidad del Valle me acompañó al acto de
premiación; no hubo nota de felicitación de ningún directivo de la universidad,
salvo un par de líneas desganadas del consejo de Facultad de Humanidades de ese
entonces. Tampoco hubo mención alguna del hecho en la prensa local, menos en los
pequeños boletines que informan de los sucesos menudos de la vida
universitaria. En contraste, el rector de la Universidad de Antioquia acompañó
y leyó un discurso para elogiar al ganador en ciencias naturales y exactas, un
joven investigador egresado de su universidad que estaba radicado en Alemania.
Su periódico, Alma
Mater, le dio generoso despliegue a la
noticia e incluso publicó apartes de mi discurso de recepción del premio.
En la Universidad del Valle
sucedió más o menos todo lo contrario. Salvo las felicitaciones escritas de un
par de colegas y de algunos miembros del grupo de investigación al que
pertenezco, el premio provocó más bien daños colaterales. Uno de ellos lo
protagonizaron quien era, en ese entonces, mi asistente de investigación y un
profesor que era, precisamente, el director del grupo de investigación Nación-Cultura-Memoria. Un asalto a la oficina de un profesor premiado pudo ser una forma
oblicua de reconocimiento que se añadió al silencio generalizado. Por eso el
disfrute de un premio de esa trascendencia quedó recluido en la esfera
estrictamente privada. Todo eso habla mucho de la condición de la institución a
la que se pertenece y de la situación de una comunidad académica muy
específica. Viendo hoy la entrega de la versión 2013 de los premios de la FAAE,
es felizmente obvia la importancia que sigue teniendo en otros lugares y para otros
colegas del país.
Estimado profesor Gilberto Loaiza,
ResponderEliminarDebo decir que con sorpresa noto que usted persiste en un reconocimiento por el premio obtenido ya hace un año. Con el aprecio que le tengo, me atrevo a decirle lo siguiente: en primer lugar la Universidad sí sacó una nota oficial sobre su premio a penas se lo otorgaron. De hecho, yo me di cuenta de su galardón por las noticias que aparecen en la página oficial de la Universidad. En segundo lugar, me parece sorprendente que considere que los inconvenientes que usted tuvo con la que fuera su asistente y con el que era el Director del grupo al que usted pertenece tiene algo que ver con su premio. A diferencia de usted, el profesor Vega no vive pendiente de reconocimientos. Me atrevo a sugerirle que supere ese impase, que siga investigando, publicando y dando buenas cátedras. Ya el tiempo le dará el reconocimiento que merece. Pero, créame, yo nunca he visto a otro docente publicando oficialmente su necesidad de distinción. Conozco a otro profesor que también ganó el premio Ángel Escobar y a otro que obtuvo mención de honor y ninguno de los dos ha hecho nunca un discurso, público o privado, haciendo alusión a la falta de homenaje por parte de su institución o allegados. El premio debe ser una satisfacción personal por la labor cumplida, no una oportunidad para engrandecer el ego. Eso genera que su imagen, en vez de mejorar, empeore. Cordialmente, Viviana Arce Escobar.