Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

martes, 9 de diciembre de 2014

Pintado en la pared No. 115



“México no nos pertenece”

“México no nos pertenece”, le dice a uno el taxista luego de su análisis adobado de anécdotas; pero esa percepción de la vida pública reciente de México no es solitaria; con diversas modulaciones, la gente mexicana llega a conclusiones semejantes: “Este México no es nuestro, se lo han robado”; “esto viene desde Miguel de la Madrid”; “a los muchachos los están matando por eso, el hecho de ser joven es un delito”. Leyendo los periódicos, escuchando la radio, viendo los debates televisivos, conversando en la calle con algunos mexicanos, puede uno llegar a algunas conclusiones acerca de este triste episodio de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa.

Primero, el gobierno de Enrique Peña Nieto ya debe saber, desde mucho antes de estos días de diciembre, qué les sucedió a esos estudiantes, por qué y quiénes lo hicieron; pero no se atreve a decirlo porque, probablemente, hay implicaciones muy graves para autoridades de su propio gobierno o para instituciones del Estado.  

Segundo, la situación de derechos humanos en México es muy grave y se extiende más allá y más atrás del caso de Ayotzinapa. Hay más fosas comunes, hay más desapariciones forzadas y, sobre todo, hay más casos sin respuesta gubernamental y sin condenas. Según algunos expertos, la cifra de personas desaparecidas rebasa los 20 mil casos. En definitiva, la impunidad está escribiendo en México una historia ominosa desde hace varios lustros. Ante esto, el Estado se ve incapaz y, a la vez, cómplice.

Tercero, hay unos periodistas dedicados a torcer el rumbo del clamor colectivo. Se empeñan, noche tras noche, en demostrar que lo grave no es lo sucedido en Ayotzinapa ni los demás casos de masacres y desapariciones que se arruman sin respuesta vigorosa de las instituciones del Estado. Para ellos, lo realmente grave e indignante son las continuas marchas callejeras de las gentes que reclaman justicia y los casos, muy aislados, de vandalismo durante esas marchas (que suelen ser magnificados en los noticieros y los comentarios). Se han empecinado en cambiar la escala de valores. Lo cierto es que la gente no estaría marchando y protestando si el gobierno mexicano diera pruebas irrebatibles de impartir justicia contra los autores materiales e intelectuales de las masacres y desapariciones forzadas en todo el país.

Cuarto, hay una percepción colectiva de la pérdida del rumbo. “El país se nos está derrumbando”, decía un académico en un debate televisivo. El rumbo se ha perdido tanto a la izquierda como a la derecha. Los partidos políticos han perdido vínculo con la sociedad civil; su credibilidad es mínima y son señalados, en diversos grados y por diversas razones, de complicidad en los múltiples hechos violentos que acongojan a los mexicanos.

Para terminar (sin ser lo último): hay una terrible fractura social y étnica en México. En los andenes de México D.F. hay mendigos cuya lengua nativa es el náhuatl; los peores empleos son para los indígenas; sus territorios han estado en peligro por las reformas de los últimos gobiernos y Peña Nieto ha dado una estocada a favor de la inversión extranjera que puede apropiarse fácilmente de predios en el campo mexicano. Lorenzo Meyer escribía en el periódico Reforma que de nada sirve que 15 afortunadas familias mexicanas aparezcan entre las más ricas del mundo según la revista Forbes, mientras el 37.1% de los mexicanos vive en la pobreza y el 14.2% en la indigencia. A México le han estado haciendo una contrarrevolución. Y eso está doliendo profundamente, hay sangre por muchas partes.

jueves, 4 de diciembre de 2014

Pintado en la Pared No. 114



México en una encrucijada

Han pasado más de dos meses sin que la sociedad mexicana sepa qué les ha sucedido a los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, estado de Guerrero. Hay unos cuantos detenidos sospechosos de haber participado, probablemente, en la masacre y desaparición de esos jóvenes. Todos los días los periódicos transmiten alguna novedad sobre el asunto, pero las autoridades judiciales y policiales no dicen nada certero al respecto. El Estado mexicano no ha podido o no ha querido decir qué les pasó a aquellos muchachos ni quiénes lo hicieron ni por qué. Y no se sabe qué es peor: que no quiera hacerlo porque fue, de algún modo, cómplice; o que no pueda hacerlo porque no tiene ningún control sobre las regiones. En todo caso, el gobierno de Enrique Peña Nieto camina en el filo de la navaja, se debate entre la complicidad, la ineficiencia y la impunidad. Complicidad, porque es ya bastante evidente que agentes del Estado tuvieron algún grado de participación en algún tipo de agresión contra los estudiantes; ineficiencia, porque la Procuraduría General de la República hasta hoy no reporta claramente ningún tipo de hallazgo ni averiguaciones que conduzcan a un rápido y certero desenlace del asunto. Impunidad, porque parece que hubiese una predisposición para encubrir autoridades de algún rango de importancia que intervinieron en un procedimiento violento contra los 43 muchachos.

La sociedad mexicana está indignada y no ha cesado de manifestarse. El tiempo parece que juega en su contra, mientras el gobierno de Peña Nieto cree que le favorece. Mientras más se tarda en alguna respuesta contundente del Estado, la sociedad podría tender a olvidar y desmovilizarse. Hasta ahora, eso no ha sucedido. Hay, quizás, una razón entre muchas que impide olvidar fácilmente: lo que ha sucedido con los normalistas de Ayotzinapa no es un hecho aislado ni excepcional; lamentablemente, hace parte de sucesivas masacres y desapariciones forzadas en varios estados de la república federal mexicana. La gente no habla solamente de lo que ha sucedido en el estado de Guerrero, sino de lo que ha venido sucediendo durante varios años y cómo se ha vuelto de sistemática la impunidad en todo el territorio mexicano.

Los jóvenes han sido los más activos en las protestas de los últimos meses y quienes, a la vez, mejor resumen el pesimismo colectivo que se escucha todos los días. Unos piensan que el modelo neoliberal que se entronizó en México terminó por criminalizar a la juventud y considerarla como un segmento social incómodo para los propósitos de la inversión extranjera; otros creen que las alianzas entre élites locales y grupos de narcotraficantes ven muy peligrosas las iniciativas organizativas de jóvenes que, como los de Ayotzinapa, tienen vínculos directos con grupos sociales y étnicos que han padecido los embates de la expropiación agrícola y la discriminación económica. 

El presidente Peña Nieto acaba de celebrar –si cabe el término en estas circunstancias- sus primeros dos años de posesión como jefe de Estado y de Gobierno. Las encuestas le recordaron que su popularidad es la peor en mucho tiempo para un presidente mexicano. Hasta quienes parecieran ser sus corifeos, critican el destemplado balance de su gobierno y la poca sintonía que tiene con los problemas que estremecen a la sociedad mexicana y que han provocado movilizaciones dentro y fuera del país. Hasta ahora él no es el único perdedor; el Partido de la Revolución Democrática también pasa por su peor momento. Una de sus figuras políticas fundadoras, Cuauhtémoc Cárdenas, ha renunciado en un intento de salvar, aunque tardíamente, su pellejo moral en la debacle de una organización política que olvidó sus orígenes y propósitos.

Nadie sabe decir en México cuál va a ser el resultado de lo que se ha venido acumulando en estos dos últimos meses; unos vaticinan desgaste, decepción y olvido; otros creen que habrá un movimiento persistente y ascendente que producirá sus propios líderes. En general, se cree que el país ya no será el mismo: será peor o será mejor.          

jueves, 6 de noviembre de 2014

Pintado en la Pared No. 113




El profesor Miguel Ángel Beltrán

Miguel Ángel Beltrán, el profesor de sociología destituido de la Universidad Nacional de Colombia, debería estar ahora ejerciendo sus labores de docente e investigador en esa universidad. Presumo que, tarde o temprano, el colega volverá a los recintos de la Facultad de Ciencias Humanas, de donde nunca debió ser separado. Miguel Ángel Beltrán es un hombre de academia universitaria, no pertenece a otro lugar; su trayectoria lo testimonia. Casi la mitad de su vida ha transcurrido entre la Universidad Nacional, la Universidad Distrital, la UNAM, la Flacso. Es licenciado en ciencias sociales, sociólogo, doctor en estudios latinoamericanos y ha hecho estudios posdoctorales entre México y Argentina. Con esa trayectoria no puede andar por ahí deambulando, pidiendo permiso para ejercer un oficio en el cual ha acumulado méritos, ha ganado concursos públicos y ha obtenido el reconocimiento de colegas y estudiantes.

Su caso es el de muchos intelectuales colombianos que se han formado y forjado con sacrificios de variada índole, que han buscado alternativas de estudio en otros países, que han asumido con convicción y con autocrítica su oficio. Lo que ha obtenido ha sido resultado de sus capacidades, de sus talentos. Su vida misma comprueba que, en medio de todas las dificultades y conflictos de un país como Colombia, es todavía posible investigar, pensar y escribir que alimentar el recurso violento de las armas. Su vida misma demuestra que el recurso armado es un error.

Nada gana la sociedad colombiana ni la Universidad Nacional ni el Estado impidiéndole a Miguel Ángel Beltrán que siga ejerciendo sus funciones de docente e investigador de la principal universidad pública colombiana. La destitución ha demostrado que hay acciones estatales arbitrarias, mal fundamentadas y vengativas; ha puesto en duda la autonomía universitaria y ha ultrajado la libertad de cátedra. Es una situación que habla mal del Estado colombiano y sus instituciones, y no del profesor Beltrán que ha quedado como víctima de una medida expeditiva.

La firmeza con que el profesor Beltrán ha defendido su condición de sociólogo e investigador demuestra que no ha estado preparándose para cosa distinta a la de compartir sus conocimientos con las nuevas generaciones de científicos sociales y que esa vocación no puede ser extirpada. No creo que el profesor Beltrán considere o haya considerado alguna vez a la universidad como un medio, sino como un fin en sí mismo, como el lugar natural de la discusión fundamentada de los problemas de la sociedad colombiana. Todo lo que sé de él corresponde a la academia universitaria, porque él no ha sido ni puede ser de otro lugar. Por eso debe regresar.

Pintado en la Pared No. 112




La Universidad Nacional de Colombia

Los escándalos en la llamada Fundación Universitaria San Martín no tienen que ver, solamente, con el hecho de que una familia en particular se haya enriquecido ofreciendo educación universitaria de mala calidad. Eso viene sucediendo en Colombia hace mucho rato y en muchas otras instituciones universitarias que son negocios familiares o de comunidades religiosas o de grupos de empresarios. Este lío reciente desnuda, una vez más, las flaquezas del sistema de educación superior colombiano que no ha sido lo suficientemente selectivo de la calidad de las instituciones que deben componerlo.

Si tuviésemos grandes universidades públicas, bien financiadas, bien distribuidas en sedes por todo el país, con una planta de profesores amplia y bien remunerada, los padres de familia y sus hijos no tendrían que recurrir a las que llamamos “universidades de garaje”. Es la debilidad del sistema de universidades públicas, su escasez de cupos para la creciente población juvenil, su disminuido presupuesto para mantenimiento de edificios, laboratorios y bibliotecas lo que ha hecho que la gente mire como alternativa cualquier cosa que ponga por delante el mote de universidad sin serlo.

A mis amigos y a mis parientes les aconsejo, siempre, que piensen en la Universidad Nacional de Colombia como el mejor lugar para una formación universitaria rigurosa, para llevar una vida genuina de estudiante. Un joven a los dieciséis o diecisiete años puede comenzar a comprender que los seres humanos tenemos preocupaciones estéticas, artísticas, arquitectónicas, médicas, biológicas, jurídicas, históricas, matemáticas cuando asiste a una universidad en cuyo campus se encuentran distribuidas todas esas formas de saber producidas por los seres humanos desde tiempos inmemoriales. Las verdaderas universidades permiten a quienes las habitan –porque en las verdaderas universidades se vive- comprender que el ser humano tiene relación consigo mismo, tiene relación con los demás seres humanos, con la naturaleza y con cualquier idea de trascendencia. Todas esas relaciones están reunidas para entenderlas y discutirlas en las verdaderas universidades.

En las verdaderas universidades hay tradiciones de conocimiento que se transmiten en la conversación cotidiana, en la clase magistral, en las sesiones de una tertulia, de una mesa redonda, en las revistas especializadas, en los centros de documentación que guardan centenarias tesis de antiguos estudiantes. Las verdaderas universidades han vivido épocas florecientes y tiempos decadentes, han sobrevivido a guerras, a malos gobiernos, pero siguen acumulando tradición que se plasma en libros, en obras de arte, en invenciones, en profesionales idóneos que salen a recorrer el mundo.

En Colombia hay pocas verdaderas universidades que tengan un legado que atraviese siglos. Colombia ha sido un país de una muy pequeña tradición universitaria y la única institución que se parece a una gran universidad es la Universidad Nacional. Cada vez que se difunde un escándalo de negociantes que se han lucrado con las expectativas de educación de la juventud colombiana, se vuelve apremiante fortalecer la universidad pública, expandirla por todo el territorio y tomarla como el emblema de lo que debe ser una educación universitaria de alta calidad.

domingo, 12 de octubre de 2014

Pintado en la Pared No. 111




Prioridades
Hoy es más o menos sencillo para la clase media colombiana salir del país y conocer otros mundos posibles, cercanos o lejanos. Antes, salir de Colombia era un asunto más elitista. La clase política colombiana ha tenido la buena o mala costumbre no solamente de viajar sino de vivir largas temporadas en otros países. Eso, de algún modo, ha nutrido una inevitable visión comparada. Es posible que esa comparación haya servido de acicate para hacer o tratar de hacer algunas cosas que hemos visto funcionar más o menos bien en otros lares. Es posible que la intención de ser modernos, en algún sentido, nos haya animado a promover o a hacer algunos cambios en nuestras vidas. Si seguimos saliendo del país, nos daremos cuenta, eso sí, de que en lugares con tantas o peores dificultades que las nuestras han hecho cosas importantes que son signos de algún grado de bienestar o de capacidad de cohesión colectiva para cumplir con tareas prioritarias para la sociedad.
Miremos el asunto de este modo; mientras en La Habana, con o sin nuestro gusto, dos agentes históricos del poder en Colombia discuten una posible solución negociada a un largo conflicto armado; mientras en el Congreso de la república, los mal llamados “padres de la patria” siguen empantanados en discusiones acerca de quiénes merecen ser reconocidos como víctimas y victimarios de ese largo enfrentamiento entre el Estado y la guerrilla, el país real de todos los días, el país de la vida pueblerina sigue atascado. El suroccidente colombiano es una mezcla de desastre social y natural, las comunidades negras siguen siendo expoliadas como en los tiempos pretéritos de la trata de esclavos. Todavía no existe una vía que comunique fluida y cómodamente a la costa pacífica con la capital del país anclada en el altiplano. Nuestro país alguna vez tuvo tren y tranvía, y de eso sólo quedan algunas ruinas. Casi todas las ciudades principales de Colombia tienen serios problemas en la construcción de sistemas de transporte masivo; la corrupción, la falta de miras, las incapacidades técnicas agobian a las dirigencias políticas regionales.
Quienes hayan dado una vuelta por el vecindario latinoamericano, habrán notado que países con problemas sociales y políticos tan serios como los nuestros, han logrado construir, hace tiempo, formas colectivas de transporte o tienen una infraestructura vial más moderna. En Santiago de Chile, en Caracas, en Buenos Aires, en ciudad de México, en Sao Paulo, en Rio de Janeiro, en Lima. En Colombia, sólo Medellín puede decir que tiene un metro que resultó ser, además, oneroso para la nación. Mientras tanto, Bogotá, la capital, sigue discutiendo de modo bizantino si debe o no construirse un metro o un tranvía o un tren de cercanías o un bus articulado. El sentido común dice que la pobre capital colombiana necesita todo eso junto y que ha debido tener todos esos sistemas de transporte funcionando hace cincuenta o más años.
Ir a otros países de América latina y volver a Colombia debería servir para moralejas despiadadas. Debería servir para darnos cuenta de que hemos tenido una clase política, de izquierda a derecha, muy corrupta y muy incapaz, cuyos mejores esfuerzos los invierte en saquear los recursos públicos y en debates lengüilargos que exacerban odios. También debería servir para percatarnos que, como sociedad, nos hemos dejado aplastar como cucarachas. Una clase política que roba y mata sin freno (insisto, de izquierda a derecha); una sociedad acostumbrada a vivir mal, humillada, incapacitada para la crítica. Colombia necesita sacudirse de un conflicto armado y deshacerse de una clase política corrupta para enderezar su agenda de prioridades. Al menos para ponerse al día en una agenda atrasada desde el siglo XIX.        

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