Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

domingo, 14 de febrero de 2016

Pintado en la Pared No. 136

Las universidades de provincia
El acumulado de escándalos ha ido demostrando que, en Colombia, el sistema universitario es una cosa muy vulnerable, fácil de ser permeado por los intereses privados, los afanes de lucro, mafias locales. El sistema universitario colombiano retrata la precariedad del Estado; universidades que funcionan sin cumplir las mínimas condiciones de calidad; universidades que pagan muy mal al personal docente; universidades sin tradición y sin horizonte investigativos; universidades sin sedes dignas. Y a eso se añade la arbitrariedad de los poderes locales en que, incluso, participan  grupos armados de muy variada procedencia.
Una primera mentira que rodea al sistema universitario en Colombia es que es público; por lo menos aquellas universidades que tienen al lado el adjetivo de públicas, están controladas por grupos de poder que reparten la torta burocrática en cuotas. Unas universidades están dominadas por ciertos partidos políticos o por organizaciones religiosas; en otras interfieren esa mezcla cada vez más ostensible de delincuencia del narcotráfico, dirigencia política local y un testaferrato seudo-académico (profesores con vínculos externos cuestionables y peligrosos).
Otra mentira,  consecuencia de lo anterior, es aquella según la cual hay autonomía universitaria. En las universidades “públicas” colombianas suele funcionar un calendario electoral que muchas veces sincroniza con las elecciones generales en el país. En el mismo año que se elige un gobernador,  también es el año de elección de rector y muy cerca vienen otras jornadas electorales para cargos de mediana importancia en las universidades. A eso se añade que la elección de gobernadores en los departamentos de Colombia tiene implicaciones en las decisiones que luego tomará el consejo superior de cada universidad; no puede haber autonomía universitaria mientras los resultados electorales, en nuestras regiones, inciden en la vida universitaria.
Las mismas universidades tienen un agitado ritmo electoral propio para elegir o al menos postular desde las más básicas hasta las más altas dignidades. Ese ejercicio de la democracia representativa en las universidades es un agregado compulsivo al trajín universitario; profesores que piensan más en un voto o en un cargo que en investigar o escribir o, al menos, preparar bien una clase. A eso se añade que la ambición electoral suele desplazar los atributos del mérito acumulado y pone a funcionar otras destrezas poco académicas, pero eficaces. Las buenas relaciones del candidato con las élites locales, incluso los tradicionales lazos de parentesco, amistad o vecindad; la capacidad para conseguir aliados electorales mediante acuerdos clientelistas; compra y venta de favores. Las universidades se vuelven micro-cosmos del debate electoral, con pequeños profesionales de la política lugareña que han tergiversado los propósitos originales del lugar institucional en que existen.

En provincia, la vida electorera de las universidades es más acentuada; las arbitrariedades de los poderes locales se revuelcan con insistencia para no dejar escapar contratos, cargos, prebendas, honores. El post-acuerdo de paz en Colombia deberá aprovecharse para tratar de enmendar la condición de esas universidades de provincia cuya misión y cuyas funciones han sido alteradas por esos micro-poderes. Ellas también deberán entrar en un proceso de transición de su organización interna, en una redefinición de sus prioridades y de sus métodos de trabajo.          

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