Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

domingo, 3 de septiembre de 2017

Pintado en la Pared No. 163-El retorno a lo básico



El historiador usa el tiempo y, por tanto, piensa el tiempo. Eso nos han enseñado a hacer algunos historiadores que nos dicen, a su modo, que no olvidemos el tiempo. Cuando vamos en busca de un objeto de estudio, estamos preparando una relación temporal en varias dimensiones. Una, muy obvia, la del encuentro de la temporalidad del historiador con la temporalidad del asunto elegido para el examen. Una conversación entre tiempo presente y tiempo pasado, una conversación entre momentos de las sociedades. Una conversación desigual en que el historiador se siente superior, omnisciente.  Pero hay otra dimensión, la de la temporalidad elegida y sus conexiones y contrastes inmediatos. Esa temporalidad se llena de límites, fechas probables del inicio y del fin de algo, entonces hablamos de procesos. O vemos esa temporalidad formada por pequeños sucesos que, en sumatoria, constituyen un acontecimiento significativo o una etapa definida o una tendencia de época, en fin.
La temporalidad tiene otras dimensiones menos evidentes; tiene que ver con su densidad histórica. Hay momentos, como aquellos que conocemos como de transición, en que muchas cosas se acumulan en muy pocos años. Momentos densos en información, plagados de datos significativos, de actividad colectiva e individual en muchos ámbitos; momentos de seres ambiguos que no pueden zafarse de viejas prácticas y creencias pero que comienzan convivir con nuevas prácticas y nuevas concepciones del mundo. También hay momentos de planicie, de cierta aridez en la experiencia colectiva, como si la sociedad hubiese pactado una tregua en sus conflictos o como si de modo subterráneo se preparase una ruptura muy radical e intempestiva.
Fernand Braudel, poco y mal leído, fue quizás el más acucioso manipulador del tiempo como categoría. Su modelo, basado en la disección de estructuras temporales, produjo una manera de escribir e indagar en la ciencia histórica que le permitieron a esa disciplina convertirse en la reina de las ciencias sociales. Recuperar a este historiador francés en la lectura iniciática, en la formación de nuevas generaciones de historiadores puede ayudar a resolver varias cosas; además de ayudar a entender la relación íntima del historiador con el tiempo, sirve para aleccionar acerca de la relación entre el espacio y el tiempo. Hoy, cuando aparecen ciertas modas que el mercado académico sabe vender como lenguajes políticamente correctos, leer a Braudel es gratificante porque demuestra que la ciencia histórica tiene modelos ya clásicos para hablar acerca de la relación de los seres humanos con su entorno geográfico. Braudel enseñó a narrar los cambios históricos del clima, de los mares, de los vientos. Puso a debatir los vínculos entre el espacio natural y las mentalidades colectivas. Y, quizás más importante, nos demostró que punto culminante de la investigación histórica es el libro. El corolario de una larga y sistemática pesquisa que puede atravesar lustros es un libro; una historia no se narra ni explica cabalmente en un artículo de revista especializada. La forma comunicativa sustancial del proceso de investigación del historiador es el libro.
Fernand Braudel y otros historiadores han sido medianamente sepultados por las frivolidades posmodernas que son improductivos cantos de sirena. Antes de leer a los autores posmodernos hay que leer, por método, a los modernos. Buena parte de las carencias escriturarias de nuestros días, en las ciencias sociales, tiene que ver con la propensión a dudar, precisamente, de las virtudes de la investigación y la escritura. El inmovilismo de los planes de estudio de nuestros programas de Historia, en Colombia, tiene que ver con este desapego por leer y comentar a los modelos básicos (no los llamemos ni clásicos ni grandes para evitar otras discusiones). Si se aplicasen en mínimo grado algunas de las sugerencias de estos historiadores que sacudieron los paradigmas epistemológicos en el transcurso del siglo XX, tendríamos diseños curriculares más audaces.
Leer a Braudel o a Edward P. Thompson es tan básico como leer, en una formación literaria, a Cervantes y su Quijote o a García Márquez y Cien años de soledad. Es lo básico, y cuando eludimos lo básico vivimos sin bases, volando entre nubes.  


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