Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

martes, 24 de noviembre de 2020

Montenegriada No. 4-Vida dura

Para muchos seres humanos la vida es un vaso interminable de amargura y dolor; para ellos, desde la misma gestación comienza un destino de heridas. Vivir se vuelve algo horrible porque vivir es padecer. Eso ha sido vivir para Sorleny. Ella es hija de una prostituta de Manizales cuyo nombre o apodo de combate era Argentina; de la madre no se sabe mucho más. Argentina nunca deseó esa hija, la parió y la amamantó a regañadientes y, según recuerdan algunos, intentó matar varias veces a la bebé o meterla en una bolsa y abandonarla en un tiradero de basura. La pobre puta siniestra estaba agobiada con esa cosa oscura y babosa que salió de sus entrañas. De eso se acuerda muy bien Aurelia Isaza, la dueña del prostíbulo famoso del barrio San Antonio. Ella se encargó de salvarla a medias o, mejor, de cambiarle el rápido destino que tenía con la puta desesperada por un tormento más largo con quienes iban a ser los próximos amos de su existencia.

María recuerda en Montenegro el telegrama que le envió su prima Aurelia. Debió ser en 1963 o 1964, la fecha exacta es solo conjeturas; el telegrama decía lo suficiente: “Prima. Venga pronto”. María evoca la larga incógnita del viaje; su viaje en tren, la maleta de cuero, la pañoleta de flores, el saco de lana: “Aurelia me recibió en la estación de Manizales, llegué a mediodía. Me llevó a almorzar a la galería. Comimos sopa de mondongo. En el camino me contó todo”. El recuerdo de la puta Aurelia es algo distinto: “Le quité la niña a Argentina, porque iba a matarla. Le pedí a María que se encargara de ella, yo le mandaba plata para la comida y la ropa, mientras convencía a la puta esta de querer a su hija. Yo confiaba en María que solía cuidar a mis hijos cuando los enviaba a pasar vacaciones en la finca de Montenegro y María además quería tener una hija, porque se le estaba pasando el tiempo para casarse”.

María llegó a la finca con un regalo extraño que sobresaltó a su madre Faustina. “¿Qué hace usted con ese tizne aquí?”, preguntó con rudeza. Ese recibimiento fue el inicio de otra vida para ese tizne, ese pedazo de carbón que llegaba del prostíbulo de Manizales. “¿Vamos a criar a esa niña? ¿Y de dónde va a salir la plata?”. María explicó, pero no convenció del todo a su madre. “Nos preguntábamos por el nombre y se me ocurrieron varios – recuerda María-, pensé en Soraya, en Sorelia, Ofelia y no sé por qué fue quedándose Sorleny”.

La única certeza de Sorleny es su nombre; ella misma no sabe fecha exacta de nacimiento, no tiene fotos de su madre. Recuerda que fue dos o tres años a la escuela de la vereda y luego la pusieron a trabajar en el solar. El tío Eustacio me enseñó a coger café, me enseñó a hacer escobas de iraca. La abuela Tina me llevaba los domingos a misa, íbamos caminando desde la vereda. Me enviaban a comprar leche de vaca, a recoger leña en fincas vecinas, me enseñaron a robar racimos de plátano. También me mandaban a acompañar a Teresita Meza, cuando ella era trabajadora social de la vereda. Yo le cargaba el maletín y la sombrilla. Otras veces me mandaban donde las señoritas Toro, para que las acompañara y les ayudara en la cocina. Después supe que ellas le pagaban a mi madre.

María dice que la prima Aurelia olvidó pronto sus compromisos con Sorleny y que entonces tuvieron que retirarla de la escuela para que trabajara y se ganara al menos lo de su propia comida, “no la íbamos a tener de gratis a la hija de una puta”. Argentina desapareció de Manizales y nunca quiso reconocer a su hija, menos deseó enviarle algo o visitarla.

Sorleny no conoció juegos de infancia, nunca tuvo una muñeca. Cuando alguien le regalaba un juguete, la abuela Tina o la misma María lo escondían o lo regalaban a otra niña. Claro, es que Sorleny estaba aquí para trabajar, para que me ayudara en la cocina. Una vez la vimos jugando a escondidas con una muñeca y se la quitamos y la quemamos en el fogón de leña y mamá Tina le dio fuete con el cable de la plancha. Otra vez la pillamos armando un columpio en un guayabo. Pues mamá Tina la cogió, la empelotó, la amarró y le dio con el zurriago hasta que le sacó sangre. Fue de la única manera en que la desgraciada no volvió a jugar.

Así fue creciendo una muchacha más fuerte que muchos hombres; sabía cargar guadua y troncos de árboles, podía caminar más de una hora llevando a cuestas un racimo de plátano. Todas las mañanas sacaba más de diez galones de agua del aljibe. Caminaba siempre descalza, incluso cuando usaba el vestido dominguero para ir a misa. Hasta que llegó su primera menstruación y se asustó, se puso bonita, le gustaba mirarse en el espejo a hurtadillas, porque hasta eso tenía prohibido. Una mañana, mientras lavaba su ropa en la quebrada y se bañaba, le llegaron tres hombres vecinos de la vereda. Le taparon la boca, la amarraron debajo de un palo de café y la violaron durante un día. María la halló en la noche. Después de contar todo lo que le pasó ese día le dieron una paliza entre María y Faustina. Eso le pasó por bañarse semidesnuda en la quebrada; claro, como ya se creía bonita y señorita, se puso a seducir a los vecinos.

Y Sorleny quedó embarazada. Cuando comenzó a crecer su vientre, María le empacó la ropa en una bolsa y la echó de la casa. No volvimos a verla sino hasta los días posteriores del terremoto de 1999.

Pintado en la Pared No. 220
Gilberto Loaiza Cano.

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