Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

lunes, 12 de julio de 2021

Memoria de la peste

 


El acoso sexual en mi universidad.

Pintado en la Pared No. 235

 

El domingo 4 de julio de 2021, una emisión televisiva de un noticiero nacional difundió un reportaje acerca de una denuncia de una estudiante por acoso sexual contra un profesor del Departamento de Filosofía de la Universidad del Valle. Una semana después de la noticia, como profesor miembro de ese departamento, me permito expresar mi opinión al respecto.

Lamenté mucho recibir una información tan grave por medio de un noticiero de difusión nacional. Entiendo que los hechos denunciados y la denuncia misma tienen más de un año; sin embargo, no recuerdo que en el Claustro de nuestro departamento haya habido una noticia formal acerca de esos sucesos. No sé si hay algún protocolo que considere prescindible informar a los colegas de una situación de tal naturaleza. Ahora bien, entiendo que este no es el único caso y creo que deberíamos saber en qué estado se encuentran las denuncias y procesos.

En principio, un caso de acoso sexual involucra o acusa a un individuo; pero, aun así, la denuncia y la difusión comprometen y hasta perjudican a un colectivo. En este caso, la difusión ampliada de la denuncia por un acto individual lastima seriamente el prestigio del Departamento de Filosofía y pone en cuestión el comportamiento de cada uno de nosotros. La información divulgada por el noticiero nacional aporta, además, pruebas contenidas en un agresivo e inquietante lenguaje escrito y visual.

Se supone que los seres humanos tenemos el atributo distintivo de poder diferir nuestros deseos y pulsiones, que el largo proceso de civilización nos ha enseñado a tener auto-controles. Aún más, los intelectuales –también se supone- podemos recurrir con mayor ventaja que otros humanos a mecanismos de sublimación que nos permite orientarnos hacia conductas menos violentas. Sin embargo, ver a un profesor especialista en filosofía medieval completamente biringo –para usar un adjetivo muy colombiano- o para usar un tecnicismo, mostrando una versión soft de su cuerpo desnudo en que un trapo oculta sus genitales, además del lenguaje soez e intimidante de unos mensajes electrónicos, obliga a pensar que el colega ha perdido completamente el control, que es esclavo pleno de sus impulsos. Ver, así, a un colega desenfrenado agrediendo a una estudiante es un espectáculo deplorable que exhibe, por lo menos, un estado de mala educación, una incapacidad absoluta para reconocer obligaciones propias y derechos de otros.  

Este y cualquier caso de acoso sexual en el medio universitario son el resultado, entre muchas otras cosas, de la incapacidad de discernir acerca de la condición pública del oficio de profesor. Tanto en los tiempos en que la educación estuvo controlada por la Iglesia católica como en los tiempos de formación de un personal laico, el profesor o la profesora es un individuo que enseña algo; y, junto con enseñar alguna ciencia o alguna técnica, enseña un ser. El profesor es el primero y principal sujeto y objeto del acto de enseñar; su presencia, su actitud son, de entrada, las primeras enseñanzas. A eso añadamos que todo lo que dice y hace un profesor sucede ante un auditorio amplio y variado; impartir una asignatura, dictar una conferencia, atender a los estudiantes individualmente en una oficina, enviar un correo electrónico, reunirse con un colega en una cafetería, invitar a un estudiante a la casa, un comentario cualquiera durante una sesión de clase, todo eso sucede en el ámbito de la condición pública del profesor o la profesora, todo eso es comprometedor, todo eso entraña alguna enseñanza. El profesor desnudo y hambriento de la denuncia televisiva estaba enseñando todo aquello que no es propio del ámbito público de un profesor universitario; al contrario, estaba exponiendo en público todo aquello que hace parte de la vida íntima, del momento de la ducha, de la vida privada; todo aquello que sólo debería compartirse con alguien muy cercano.

Los profesores no necesitamos ser contratados por el Estado para declararnos funcionarios públicos; somos funcionarios públicos, principalmente, porque nuestra profesión incide cotidianamente en los demás, en nuestros estudiantes, en nuestros colegas, en nuestros lectores presentes y futuros. Por eso el decoro, el esmero por la apariencia no son asuntos triviales; los salones y oficinas de las universidades no son para sacar a pasear nuestros apetitos genitales, ni nuestras inclinaciones a la beodez o al consumo de psicotrópicos. Las universidades son instituciones públicas y exigen que nuestros comportamientos estén ceñidos a esa condición; pero, todavía más, el escrutinio público de nuestras vidas no se ciñe ni al lugar ni a los horarios de funcionamiento de una institución, es un modo de ser y de vivir que hace parte de lo que un profesor o una profesora deben y pueden enseñar.

Una colega de otra universidad, al conocer la denuncia hecha por el noticiero de televisión, me preguntó al día siguiente: “¿Qué les está pasando a ustedes?” Para muchos -y me incluyo- es difícil separar la exhibición pornográfica de un colega de la conducta recatada de los demás. No sé qué tan contundentes son las denuncias de acoso sexual, no sé qué resultados penales o disciplinarios podrán tener; cualquiera que sea el desenlace, esos hechos obligan a reflexionar sobre nuestra condición. En el caso de que el colega sea hallado culpable, el Departamento de Filosofía tiene el deber de desagraviar a la estudiante o a las estudiantes agredidas por el colega y, también, de desagraviarse porque, insisto, el hecho es en apariencia un acto de responsabilidad individual, pero el prestigio colectivo de una institución, de un grupo mayoritario de colegas, ha quedado en entredicho.

 

 

 

2 comentarios:

  1. Gracias Gilberto Loaiza por sus palabras. Muy pertinente pensarnos y reflexionar sobre el papel del profesor en el siglo actual, su función social y la separación que deberíamos lograr de lo privado en nuestro oficio. Un abrazo

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  2. Cordial saludo.
    Prof. Gilberto.
    Lamentable que ocurran en esas situaciones en el ámbito educativo. En consecuencia creo importante la reflexión del deber ser de nuestro rol en la esfera de lo privado y lo público, Porque nuestras actuaciones trascienden dichas esferas y de allí la importancia de guardar un razonable equilibrio en nuestro proceder.
    Gracias por generar la reflexión siempre profe.

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