Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

sábado, 18 de diciembre de 2021

Memoria de la peste

 


Pintado en la Pared N. 243

¿Qué es la policía colombiana?

 

Entre el 13 y 15 de diciembre, el gobierno colombiano recibió dos informes que condenan la brutalidad policial y los excesos de fuerza en eventos diferentes. El uno proviene de la CIDH de la OEA y examina los hechos acaecidos durante las protestas a propósito del asesinato del abogado Javier Ordoñez, durante el 9 y 10 de septiembre de 2020, en Bogotá; según ese informe, la policía es responsable de 11 de las 14 muertes de civiles y, además, considera que esa institución actuó “de forma desproporcionada, ilegal y apartada del principio de humanidad”. El otro proviene de la Oficina de Derechos de la ONU, cuyo documento, titulado “Lecciones aprendidas del Paro”, señala que la policía es responsable de por lo menos 28 asesinatos durante las protestas de los meses de abril, mayo y junio de 2021. En resumen, Colombia ha recibido sendas condenas de la OEA y de la ONU porque la policía es un organismo que ha cometido asesinatos contra civiles, principalmente jóvenes.

Estos dos informes acusan a Colombia de violación de los derechos humanos y, por la magnitud de los crímenes cometidos, la policía es señalada como responsable de masacrar a los manifestantes en aquellos eventos. Esos dos informes provenientes de dos instituciones distintas coinciden en adjudicarle a la policía un papel criminal en la represión de la protesta callejera. Y eso no es todo, aunque debería ser suficiente para despertar algún espíritu de enmienda. La policía colombiana ha acumulado en los últimos años varios hechos sintomáticos del descalabro de una institución que hace rato perdió la brújula. Desde antes de los deplorables sucesos condenados por los organismos de la OEA y de la ONU, la policía viene cometiendo atropellos contra la población civil; ha hecho exhibición de rencillas internas en su generalato. Su rigor organizativo fue puesto en duda cuando estalló un carro-bomba que, inexplicablemente, ingresó sin ningún control a la escuela de formación de cadetes en Bogotá, el 17 de enero de 2019. El 18 de noviembre de este año hizo exhibición de la mala calidad de sus procesos educativos cuando, en un supuesto evento “pedagógico”, la escuela de policía del municipio de Tuluá ostentó símbolos nazis y exaltó la figura de Hitler al intentar narrar, torpemente, la creación de la policía en Alemania. Y la cereza del pastel fue el controvertido ascenso a generales de uniformados que están cuestionados por corrupción.

La policía colombiana vive, en fin, su peor momento institucional y nadie en el gobierno del presidente Duque ni en la dirección de la policía parece tener la lucidez suficiente para aceptar la situación y promover una reforma radical. Mientras tanto, el desprestigio de la policía es creciente porque es una institución rodeada de impunidad, los organismos judiciales y de control disciplinario poco o nada han avanzado en el esclarecimiento de sus actuaciones en las protestas callejeras de 2019, 2020 y 2021. Las acciones policiales durante las protestas de 2021, especialmente en la ciudad de Cali, estuvieron fundadas en la connivencia o asociación de la policía con grupos armados ilegales y sobre eso hay pocos avances en materia judicial. Amparada en el aval que les concede el poder ejecutivo a sus acciones ilegales, la policía colombiana tiene patente de corso para seguir violando los derechos humanos.

La policía es una institución que ha sufrido una evidente distorsión de su naturaleza y sus funciones. No es una institución cercana a la ciudadanía, no cumple con los propósitos de garantizar la seguridad de las personas, con la protección de la vida y los bienes, con la capacidad técnica para investigar y recopilar pruebas, con la recepción y atención de los llamados de urgencia de la ciudadanía, con la salvaguarda de los espacios públicos, con la lucha contra delitos transnacionales como el tráfico de drogas alucinógenas. Hoy, la policía colombiana tiene deficiencias serias en sus procesos de reclutamiento, de formación, de remuneración salarial, de incentivos en la carrera policial. Todo eso la ha vuelto una institución estatal irrespetada que, en muchas situaciones, infunde desconfianza, temor y hasta odio. En definitiva, la policía colombiana tendrá que recorrer un largo camino de rectificaciones en su fisonomía para recuperar su imagen y para lograr una sintonía con los anhelos mayoritarios de convivencia pacífica. Sin embargo, las reformas por venir exigen una profundidad que no será posible conseguirla en el mandato de uno de los peores presidentes de Colombia. 

La policía cuestionada de estos tiempos no corresponde con las expectativas de una sociedad que busca soluciones a las profundas desigualdades económicas y sociales; no es una institución atractiva para jóvenes que busquen en ella posibilidades de ascenso social, formación académica y estabilidad laboral; sus prácticas internas están lejos de respetar las diversidades de género y de etnia de nuestra sociedad. La policía colombiana parece una organización de asesinos y delincuentes financiados por el Estado; esa es la triste imagen que despliega cada vez que hay escándalos y acciones deplorables en contra de los derechos de la población.   

    

 

 

 

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