Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

sábado, 25 de diciembre de 2021

Memoria de la peste

 

 

Y llegó la muerte

 

Pintado en la Pared No. 245.

 

En 2021 la muerte estuvo muy cerca de nosotros; vino a visitarnos, la vimos, la palpamos. Pasó lentamente, sin apuros. El cuerpo viviente se volvió cuerpo yacente, cuerpo impedido, expuesto al cuidado de otros. El cuerpo ya no podía respirar, entonces el rostro fue invadido por sondas y tubos. Enseguida llegó el silencio con la pérdida de la voz, imposible articular palabras, y quedó solamente el recurso de los gestos con los ojos y las manos.

Cada día una duda, una leve esperanza, una sonrisa, una broma. Los chispazos de la vida mezclados con sucesivos intentos y fracasos. Cada día una nueva derrota, una batalla perdida para el cuerpo. Cada día menos esperanza. Acumulación de cansancio, frustración y dolor. El cuerpo agotado, el cuerpo postrado; el día pasa en pequeños movimientos, siempre con la ayuda de alguien y, en la noche, las lágrimas ruedan por las mejillas. El cuerpo se inflama y palidece. Las pantallas de los equipos que rodean la cama muestran los signos del deterioro, el médico los lee y anuncia su pronóstico. Los dados ya fueron lanzados y los números caen en la mesa. Esos números son el poco tiempo que resta. El desenlace se vuelve inminente.

Ella, la moribunda, lo sabe, lo siente y lo acepta. Los vivientes nos vamos transformando en dolientes. El cuerpo no puede más; hay una distancia entre la voluntad y la verdad del cuerpo. El deseo de vivir se enfrenta a la realidad de morir. Palabras de agradecimiento, caricias, lágrimas, beso en la frente. Ella aprieta con ambas manos, señala algo, pregunta con la mirada. Por último, mientras salimos de la habitación aparece el signo más vital, ella levanta una de sus manos, la agita en señal de despedida; ella se está yendo, nosotros nos retiramos. Aquel gesto nos acompaña, nos acompañará siempre. Afuera llueve, esperamos la noticia definitiva, la del cuerpo que ya no pudo más. La noticia llega con hora exacta y comenzamos a ver vacíos los lugares en que antes estuvo ella.

La señora, la madre, ha dejado su habitación, sus objetos, su cuenta de ahorros, sus documentos de identificación. La cocina está quieta y fría, la sala en la penumbra; los pájaros y los perros la preguntan. Un largo silencio se llena de monosílabos, nadie quiere hablar. Comienzan a rodar los recuerdos, las fotos en las paredes adquieren fuerza, la ropa en el armario tiene un aroma preciso, el de un nombre propio. 

Vienen los trámites del sepelio; se impone la administración de la muerte. Hay que saber irse, hay que saber dejar que ella se vaya. Momento de encuentros de vivientes que recuerdan la mujer en sus diversos tiempos; cuando fue hija, hermana, novia, esposa, madre. Los instantes vividos son fotografías colectivas en las que ella estuvo en algún lugar. La muerta convoca buenos y malos recuerdos; reúne a conocidos y desconocidos ; hay anécdotas de risa y de llanto. La difunta hace hablar; ella ha quedado esparcida en las cosas, en los fragmentos de la memoria. 


  

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