Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

lunes, 26 de junio de 2023

Pintado en la Pared No. 291

 

¿Qué es la historia intelectual?

El recurso más cómodo para responder esa pregunta es acudir a una seguidilla de autores y autoridades que de modo precedente han dicho algo al respecto; pero me temo que ese recurso, en vez de resolver la pregunta, la congestiona y nos llevará a confusiones. Un camino aparentemente sencillo sería tomar algunas fórmulas ya conocidas de François Dosse y repetirlas aquí o hurgar un poco más e ir hasta un ensayo de Hayden White de 1969 o tomar algo mucho más cercano, por ejemplo algunas reflexiones de Carlos Altamirano o de Elías J. Palti. Sin necesidad de citarlos, el resultado será que cada uno de ellos nos dirá algo un poco diferente, lo cual complica cualquier tentativa de definición.

Y allí, en esa dificultad, es que comenzamos a hallar un principio de posible respuesta. La historia intelectual es una etiqueta inventada, de uso relativamente reciente entre nosotros, quizás las dos últimas décadas con fuerza en América latina, una etiqueta que contiene productos muy diversos. Diversos, pero afines en algo. La historia intelectual es un universo que aglutina los estudios de lo que de algún modo tiene el adjetivo intelectual. Todo aquello que tiene que ver con las creaciones intelectuales, todo aquello producido como bien simbólico para ser recibido, consumido, leído, descifrado, exhibido, discutido puede considerarse un hecho intelectual; llámese libro, periódico, poema, novela, ensayo político, tratado filosófico, cuadro, escultura, mural, obra de arte. Todas esas creaciones del intelecto han sucedido en diversas situaciones, las han producido agentes sociales en situaciones determinadas y han tenido diversas repercusiones en cada época.

Como puede vislumbrarse, ese universo de lo intelectual es de una enorme vastedad; quizás por eso es que la historia intelectual es un rótulo que intenta dar una síntesis. En muy buena medida, la historia intelectual es un modo de advertir la condición interpretativa de las ciencias humanas. Todo en las ciencias humanas son bienes simbólicos sometidos a interpretación. Los historiadores de Cambridge prefirieron concentrarse en los teóricos de la filosofía política; Pierre Rosanvallon seleccionó momentos de discusión pública de ciertos conceptos fundamentales de la vida pública. Mucho antes, Mijail Bajtin lo hizo con las novelas de Dostoievski y con Gargantúa y Pantagruel de Rabelais. Y si somos un poco más atrevidos, fue este pensador ruso el que nos brindó algunas pautas hermenéuticas para el análisis de cuanto enunciado, discurso o acto de habla se nos apareciese en el camino.

De modo que nuestra definición se inclina por sugerir que la historia intelectual es una propuesta hermenéutica, concentrada en la interpretación de cualquier creación intelectual. Lo que hemos conocido en los dos últimos decenios es una especie de popularización académica de lo que venían haciendo desde el efervescente decenio de 1960 los investigadores de las ciencias humanas en sus ámbitos específicos. Si leemos atentamente los postulados reflexivos acerca de los métodos y objetos que escogieron para sus investigaciones, veremos que todos ellos estaban cubiertos por un lenguaje común, el de situar socio-históricamente cada texto que tuviesen enfrente. Skinner y Pocock en Inglaterra, Martin Jay y Dominick LaCapra en Estados Unidos, Lucien Goldmann, Roland Barthes, Michel Foucault en Francia, por mencionar a algunos muy destacados, estaban hablando, insisto que con las especificidades y hasta arbitrariedades de cada cual, de un mismo asunto, de una misma manera de proceder. Y debo repetirlo, con el fantasma bajtiniano muy cerca de todos ellos.

Luego vendría la recepción, quizás tardía, de ese legado en las ciencias humanas latinoamericanas. Pero en este caso deberíamos agregar algunas precisiones; una de ellas, por ejemplo, es el hecho de estar practicando la historia intelectual, por lo menos desde la década de 1980, sin pensar que esa era la etiqueta convenida o impuesta para esa práctica interpretativa. En la década de 1980 ya era claro, en nuestros ámbitos, que existía una superación del análisis y la interpretación formalistas de los textos. La condición autónoma, inmanente de cada creación intelectual ya era asunto discutido y superado en aquel tiempo. En los estudios lingüísticos y literarios, literatura, en los análisis semióticos, en la ciencia histórica, en la sociología ya circulaban ejemplos contundentes que demostraban la validez y riqueza de situar socio-histórica al texto y a su autor.

Para resumir, la historia intelectual es fundamentalmente una propuesta hermenéutica de larga presencia, constitutiva de las ciencias humanas; como rótulo o etiqueta su popularización académica en América latina es más reciente, pero como práctica contiene antecedentes que se remontan entre nosotros a varias décadas. El reconocimiento de esa condición, en el ámbito latinoamericano, podría ayudar a dotarla de una especificidad, de unos rasgos distintivos que la pueden destacar o diferenciar de los supuestos cánones provenientes de las experiencias europeas.

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