Cien años de Luis Tejada
El escritor de paradojas.
La generación de Luis Tejada experimentó en formas de escritura; sacaron de
la rutina a la poesía, he ahí los ejemplos de León de Greiff y Luis Vidales; el
más sistemático fue el primero, para 1925 tenía su primer libro de versos
extraños, Tergiversaciones. Fernando
González exploró un pensamiento libre con ayuda de aforismos y parábolas,
inspirado sin duda en sus lecturas de Nietzsche. Los aforismos conocieron
varios oficiantes por lo menos desde José María Vargas Vila, a inicios de la
década 1910. Luego de González siguieron Enrique Restrepo y Nicolás Gómez
Dávila. Mientras tanto, Luis Tejada escogió la paradoja y no hallamos, ni antes
ni después, otros oficiantes en la literatura colombiana.
Hay una correspondencia entre el método del vagabundeo callejero, el
interés por las pequeñas cosas y la escritura paradojal. La paradoja fue algo
así como la culminación retórica de un ejercicio de filosofía de lo cotidiano.
No es simple reflexión sobre cosas desprovistas de trascendencia: el sombrero
de una mujer, los cordones de los zapatos, la corbata, una silla, los
pantalones. Es, más bien, un sentido hallado al proceso de las cosas en un
momento de la vida pública colombiana. La paradoja fue desafío a los juicios
dominantes sobre hechos y cosas. Eso quiere decir que Tejada encontró un modo
de conversación con el discurso del orden, el progreso, la utilidad que se
imponía en aquellos de modernización material en las incipientes urbes
colombianas.
Presumo que el punto de partida de la paradoja, en Tejada, es el
escepticismo. La mutación acelerada de las costumbres ante el ritmo violento y
veloz de las novedades como el automóvil, el tren, la iluminación eléctrica, el
avión, el agua potable, el reloj público le impuso una mirada desconfiada sobre
los alcances de esos hechos:
“Antes la vida era sencilla y plena; se ignoraba que escupir en el suelo podría constituir un atentado contra la raza; el agua se bebía en el cuenco sudoroso de la mano, tal como surge de los laboratorios nada limpios y poco escrupulosos de la Naturaleza y los hombres eran fuertes y alegres y fecundos y vivían largos años. Hoy la vida se ha hecho compleja y deficiente; al miedo a los dioses celestes, a lo desconocido de ultratumba, se ha venido a sumar este otro terrible miedo a los invisibles dioses sanguinarios que andan en nuestras venas, que viven en nuestro vino y en nuestro pan, que acechan en los dulces labios de la amada y en la mano que nos tiende nuestro mejor amigo.” (“La tiranía de los microbios”, El Espectador, Medellín, 12 de abril de 1920).
La paradoja fue resultado de una elaboración de un sentido propio sobre
las cosas que venían sucediendo, sobre unas ideas predominantes acerca del
progreso, la civilización, el bienestar, el bien y el mal. En 1923 decía que
“la civilización contemporánea se caracteriza por la ausencia de sentido
común en sus bases y en sus métodos; la noción primordial de la Justicia y del
Bien, ha sido oscurecida por la ambición, atrofiada por el prejuicio,
desvirtuada muchas veces por el exceso de inteligencia y de cultura. Pero ya se
anuncia en todas partes el retorno a la visión pura y exacta de la vida: esa
agitación creciente que adelanta contra un orden de cosas monstruosamente
equivocado y que concluirá con él, indica la presencia del sentido común entre
los hombres, la súbita lucidez mental que se está acentuando en el mundo. La
revolución no es sino la generalización del sentido común”.
Esa tarea de hallar el sentido común de las cosas ya la había anunciado
en 1918, en una crónica que tituló, sugestivamente, “Las circunstancias”: “Así hablaba esta mañana, aquí en la
redacción, un pequeño filósofo que cree de buena fe dar a cada paso con un
sentido recóndito y nuevo de las cosas”. (“Las
circunstancias”, El Universal,
Barranquilla, 21 de diciembre de 1918).
La paradoja era la frase afirmativa de ese sentido común y nuevo; pero para
lograr ese sentido debía tener un discurso que le sirviese de diálogo. La
paradoja era la puesta al revés de algo que ya alguien había dicho bajo el
amparo de la autoridad del Estado o de la ciencia o de la verdad oficial. La
paradoja era la puesta en cuestión, era la palabra contradictora de algo que ya
estaba dispuesto de un modo. Por eso, y sólo apurando ejemplos, Tejada afirmó: “El
optimista es el ser más desgraciado de la tierra”; “en el hombre actual, la
falta de cola es un defecto verdaderamente esencial”; “he afirmado que la inteligencia
es una curiosa enfermedad”; “no se debe perder el tiempo trabajando tanto”; “siempre
he creído que no se debe dormir acostado o, al menos, esa es la peor manera que
se ha podido inventar para hacerlo”; “¿quién ha dicho que la noche se hizo para
dormir? No, la noche es, no sólo para no dormir, sino para gozar de ella…”.
Si tomáramos cada frase como un simple indicio, podríamos reconstituir todo lo que la antecede y la rodea, todo lo dicho antes y que al “pequeño filósofo” le resultaba cuestionable.