Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

martes, 20 de diciembre de 2011

Pintado en la Pared No. 61-Diccionario de conceptos políticos (Colombia, siglo XIX)

EL ARTESANO

La palabra artesano fue y es aún denominación equívoca; en el siglo XIX colombiano evocaba el fragmento letrado de los sectores populares, el más políticamente activo, el más próximo a los eventos electorales y el más propicio a alianzas esporádicas y volátiles con el notablato. Ha evocado una “vida cultural de tradición” (M. Agulhon, 1970: 6), una tradición que admitía, a veces de manera brusca y rápida, la adopción de temas ideológicos nuevos. Un grupo social cuya mentalidad era, aparentemente, “arcaica” hacía irrupción en el mundo republicano y compartía, además, los espacios de la opinión pública con las élites del conservatismo y del liberalismo hasta el punto de provocar inquietud. El historiador Malcolm Deas alguna vez dijo que la palabra artesano fue una forma de “auto clasificación política” que podía incluir a muchas gentes que “no hacían nada” pero que estaban siempre disponibles para actuar en la vida pública (M. Deas, 1993: 72).

El artesano osciló entre la perpetuación de los valores del antiguo régimen y la adopción de ciertos principios republicanos. Los artesanos reflejaron, en buena medida, la mezcla de antiguas creencias religiosas católicas, de las novedades del liberalismo y del socialismo e, incluso, con el transcurrir del siglo, agregaron formas de disidencia anticatólica, como el espiritismo y el protestantismo. Su participación en política osciló entre las lógicas aparentemente modernas de la representación política y la sumisión a relaciones clientelistas; y, también, entre el apoyo y el rechazo a la institución católica. En términos económicos, el artesanado simbolizaba la protección de oficios y pequeñas economías domésticas, sometidas a la competencia de las manufacturas extranjeras. Esto explica, en parte, el carácter efímero de sus alianzas con la dirigencia del liberalismo radical y las violentas reacciones anti-radicales en algunas regiones.

Los conservadores y los liberales se disputaron el apoyo de grupos de artesanos. Para los unos, se trataba de perpetuar el control de la religiosidad católica; mientras que para los otros se trataba de cimentar una sociabilidad política por fuera de la influencia religiosa y de obtener un apoyo popular para sus reformas modernizadoras. De todas maneras, las relaciones del artesanado con las élites conservadoras y liberales estuvieron marcadas por la desconfianza recíproca. Su vago socialismo, lo mismo que su cristianismo renovado y fundado sobre una visión igualitaria de la sociedad, fueron siempre motivo de inquietud, tanto para los notables liberales como para los conservadores. Podría también afirmarse que para el naciente mundo republicano y para los nuevos gobernantes, el artesanado constituyó, a la vez, un incómodo y necesario aliado. Más claramente, el artesanado de algunos países hispanoamericanos fue un sujeto social y político que obstaculizaba aquellas reformas inspiradas por el liberalismo económico pero, he ahí la incomodidad de tal sujeto, era a la vez el grupo social que recibía y difundía con mayor entusiasmo los ideales liberales de ciudadanía y de participación en la vida pública. Dicho en otras palabras, el artesanado era un grupo social que representaba una especie de arcaísmo pero, al mismo tiempo, era el grupo más próximo en la recepción y divulgación del lenguaje político moderno. De manera que no fue extraña en la América hispana, sobre todo a partir de la mitad del siglo XIX, la recurrencia de protestas de núcleos artesanales opuestos a medidas económicas liberales.

En Colombia, como en otros lugares de América latina, fue común la utilización electoral del artesanado por parte del notablato político. Los artesanos constituían una masa electoral o una clientela con la cual eran posibles y necesarias alianzas episódicas. En aquellos países donde predominaron las modalidades indirectas de participación electoral, la organización de juntas o clubes electorales se volvía decisiva para garantizar el voto favorable de aquellos maestros artesanos que sabían leer y escribir. El resultado fue una sociabilidad cuya composición social era diversa; en principio, era la convivencia asociativa de un elemento portador de valores tradicionales, el artesanado, con el lenguaje de la política moderna transmitido por una nueva generación de políticos.

Las mejores evidencias –que son pocas- de una sociabilidad artesanal previa a sus vínculos formales con las élites, nos llevan al decenio 1830. Alguna correspondencia dirigida al general Francisco de Paula Santander nos ilustra acerca de la utilidad de los artesanos en los momentos de movilización electoral, ya sea antes o después de unas elecciones; y también nos informa acerca de dónde solían reunirse o dónde eran buscados, con propósitos de agitación política, por los miembros del notablato. Los sitios de reunión de los artesanos eran los mismos de las gentes del pueblo: “los cafés”, “las tiendas, “las pulperías”, “las galleras”, “las plazas de mercado”. También se agolpaban al lado del taller de imprenta para que uno de los cofrades leyera en voz alta el periódico del día.

Para la élite, el voto artesanal era elemento precioso y, para el artesano, el acceso al sufragio lo habilitaba para exigir compromisos e, incluso, para exigir puestos públicos si su candidato resultaba ganador. En consecuencia, las épocas próximas a una jornada electoral eran tiempos de compromisos, de negociaciones entre potenciales sufragantes y electores con quienes iban a ser, también potencialmente, sus representantes. Los artesanos organizados exigían con frecuencia el debate público de las tesis de los candidatos antes de anunciar sus adhesiones; esos debates estaban acompañados por el florecimiento de publicaciones periódicas, lecturas públicas en voz alta, reuniones en episódicas pero decisivas asociaciones eleccionarias. La participación en la esfera pública mediante la competencia electoral les permitió a muchos artesanos, además, agregar a sus trayectorias la ocupación transitoria de cargos administrativos locales.

Ciertas profesiones fueron más proclives a una activa participación política: zapateros, talabarteros, ebanistas, sastres cuyos talleres estaba situados en el marco de una plaza; su formación autodidacta los volvió imprescindibles entre sus compañeros. Pero, sin duda, fue el impresor la principal categoría de artesanos por su papel intermediario entre el notablato que los contrataba y los artesanos que trabajaban en su taller. El impresor y su taller se consolidaron, en el siglo XIX, como el principal agente en la circulación de ideas. Al averiguar por estas figuras sociales del artesano, estamos más próximos de formas concretas de acción colectiva y la vaporosa palabra pueblo nos remite a un componente sociológico menos indeterminado. El pueblo dejó de ser principio abstracto de legitimidad y se tornó en una inquietante presencia en la vida pública mediante la acción de grupos de artesanos. La cultura letrada, además, tan selecta y excluyente fue poco a poco invadida por grupos esclarecidos de artesanos que habían encontrado en la escritura y la lectura un dispositivo de comunicación necesario y eficaz. Por eso encontraremos a varios de ellos inmersos en la fundación, dirección y redacción de influyentes impresos.

Bibliografía (no exhaustiva)
Alberto Mayor Mora, Cabezas duras y dedos inteligentes, Bogotá, Colcultura-Tercer Mundo, 1997.
Maurice Agulhon, La République au village, Paris, Librairie Plon, 1970.
Malcolm Deas, Del poder y la gramática, Bogota, Tercer Mundo Editores 1993.
Darío Acevedo, « Consideraciones críticas sobre la historiografía de los artesanos del siglo XIX », en ACHSC, n°18, 1991, p. 125-141.
Francisco Gutiérrez Sanín, Curso y discurso del movimiento plebeyo (1849-1854), Bogotá, El Ancora Editores, 1995.
David Sowell, Artesanos y política en Bogotá, Pensamiento crítico, 2006.

martes, 22 de noviembre de 2011

Pintado en la Pared No. 60-Diccionario de conceptos políticos-Colombia, siglo XIX

El Caudillo

El caudillo, en definición elemental pero aproximada, fue hombre político que disponía de hombres, armas y tierras. Pero puede agregarse que fue, principalmente, hombre de extensas y variadas relaciones de amistad, de parentesco, de filiación política, de conveniencia económica. Esto último lo plasma, por ejemplo, en algunos casos, los voluminosos y significativos epistolarios que revelan el cumplimiento de, por lo menos, una función política y cultural intermediaria. El caudillo sirvió de puente de comunicación entre sectores populares y grupos de patricios; entre la burocracia estatal y las realidades aldeanas; entre las necesidades económicas y políticas de regiones y proyectos de construcción del Estado-nación.

El caudillo parece haber sido producto genuino de la república; su presencia acompañó y determinó la formación de Estados nacionales. En él se resumió la prolongación de relaciones tradicionales de sumisión y la necesidad de adaptación a unas nuevas circunstancias políticas. El caudillo personificó un poder tradicional, fundado en la propiedad de la tierra y en el control de grupos humanos a su servicio; reemplazó el control que debería ejercer el Estado burocrático moderno. El era el jefe que guiaba a una comunidad. Estaba acostumbrado a dominar vastos territorios y a gran variedad de hombres cuya fidelidad era puesta a prueba en los momentos bélicos. La fidelidad era condición necesaria que tuvo que saber fabricar; el caudillo tenía que estar lo suficientemente cerca de sus hombres como para saber reconocer la lealtad, el miedo o el odio. El dominio prolongado le brindaba muchas certezas, le permitió forjar vínculos de sumisión y autoridad que parecían naturales, incuestionables.

La guerra de independencia fue el momento genitor de hombres capaces de imponer su voluntad política y militar acompañados de peones convertidos en soldados. Hubo caudillos de origen patricio, miembros de grupos poderosos en las regiones, herederos de riquezas coloniales, bien educados, ricos y temerosos del desborde popular de la coyuntura bélica contra España; y hubo aquellos salidos del pueblo bajo que comenzaron a escalar social, política y militarmente a medida que la guerra les brindaba la oportunidad de destacarse; eran analfabetos, temerarios y dispuestos a cualquier hazaña para conquistar la confianza de sus seguidores y la consideración y hasta el temor de sus competidores. Ambos fueron necesarios, ambos fueron crueles o generosos según las oscilaciones de las circunstancias o de sus personalidades. Unos no pasaron de ser pequeños jefes regionales, otros se convirtieron en líderes políticos y militares de dimensión continental, como sucedió con el caudillo de caudillos: Simón Bolívar. Y otros tuvieron proyección política nacional afianzada en previo control en sus dominios más inmediatos, ese fue el caso del general Tomás Cipriano de Mosquera.

El caudillo personificó las imperfecciones o, mejor, las peculiaridades de la construcción republicana; la frecuente caída en la ilegitimidad, el llamado al levantamiento armado para defender causas de los pueblos. El caudillo condensó al ciudadano armado, al hombre dispuesto a ser funcionario público en tiempos de paz y a ser militar en tiempos de enfrentamiento armado. Desde la guerra civil de Los Supremos (1839-1842), los caudillos expresaron diversos proyectos de secesión, de división política y administrativa del territorio; los caudillos representaban una construcción de la nación que comenzaba por el vínculo de elites locales con grupos de la población que no tenían ningún nexo palpable con un Estado nacional. El vacío de ese vínculo lo llenó el caudillo y fue él quien se encargó de construir una red de relaciones en que las figuras políticas pueblerinas intervinieron a su favor. Entre esas figuras se destaca el gamonal, otra gradación intermediaria, esta vez entre el pueblo bajo y el caudillo. Para el pueblo, negociar con el caudillo podía ser mucho más sencillo y eficaz que participar en los juegos de la representación política; de manera que en vez de establecer lazos de confianza según las reglas de la democracia representativa, muchas porciones de pueblo prefirieron una relación con el caudillo más cercano, con su “mayordomo”, con su “jefe”, con su “amigo el general”, según algunas de las apelaciones más comunes.

La parábola de algunos caudillos colombianos del siglo XIX demuestra su capacidad de diálogo con sectores populares; la elasticidad entre lo autoritario, lo paternal y lo democrático. El coronel, luego general, Juan José Nieto, en la costa atlántica, y el general Mosquera, en el vasto estado del Cauca, fueron responsables de la expansión de asociaciones que vincularon notables locales con grupos de campesinos y artesanos; ambos fueron, además, animadores y protectores de redes de logias masónicas. En los clubes políticos garantizaron adhesiones populares, refrendadas en jornadas electorales, y en las logias lograron reunir identidades y lealtades políticas del patriciado. De modo que no estamos solamente ante activos hombres políticos, sino más bien ante activos politizadores, en la medida que estimularon, mediante asociaciones y periódicos, por ejemplo, identidades partidistas. Además, ambos dejaron huella, porque así quisieron proyectarse, de caudillos ilustrados; Mosquera se inclinó por los estudios geográficos, mientras que Nieto fue autor de novelas.

A medida que avanzó el siglo XIX y se consolidaron en la vida pública, algunos caudillos fueron invocados de manera variada; según los temores o respetos que suscitaban. A Tomás Cipriano de Mosquera le decían “Mi General”, “El Señor General”. Algunas memorias de políticos de la época, en retrospectiva, comparan a Mosquera con otros “dictadores”, entre ellos Simón Bolívar y Rafael Núñez. Alguien muy cercano, otro radical, Manuel Ancizar, le decía en una carta al victorioso general, en 1861: “En presencia de Usted es muy difícil decir que no cuando Usted exije algo”. En últimas, para la época, la denominación caudillo fue elusiva, pero existente. Y, en la medida que avanzó el siglo, fue figura política asociada con un poder personalizado y autoritario.

El estudio de la socio-génesis de los caudillos en la Colombia del siglo XIX, su relación con el proceso de construcción de identidades locales y con la construcción de un Estado-nación, es todavía incipiente y fragmentario. Tan incipiente como el estudio de los nexos entre un proyecto de unificación nacional, de creación de un Estado moderno y las variantes y resistencias lugareñas a cualquier propósito hegemónico proveniente de un centro político-administrativo lejano o abstracto. Pero aún más complejo es determinar por qué y cómo ciertos caudillos, expresiones de intereses regionales, terminaron, así fuera de manera episódica, convertidos en “caudillos nacionales”, ya fuese como jefes de una red asociativa de gran cobertura o como presidentes de la república.

Bibliografía (no exhaustiva).

Clément Thibaud, Repúblicas en armas, Planeta, 2003.

Francisco Zuluaga, José Maria Obando, Biblioteca Banco Popular, 1985.

Orlando Fals Borda, Historia doble de la costa. El presidente Nieto, tomo 2, Universidad Nacional de Colombia, 2002 (1981).

Fernando Guillén Martínez, El poder político en Colombia, Planeta, 1996 (1979).

John Lynch, Juan Manuel Rosas, Emecé, 1984.

__________, Caudillos in Spanish America, 1800-1850, Clarendon Press, 1992.

Luis Ervin Prado, Rebeliones en la provincia, 1839-1842, Universidad del Valle, 2007.

domingo, 9 de octubre de 2011

Pintado en la Pared No. 59


DICCIONARIO DE CONCEPTOS POLITICOS

El sacerdote católico

¿Puede hablarse de historia política en América Latina sin mencionar al sacerdote católico? No asombra decir que, desde hace muchos siglos, la Iglesia católica ha sido una institución de enorme importancia política y cultural, relacionada muy estrechamente con el poder y, en el caso de América, con la expansión europea en su proceso colonizador; y más exactamente, coadjutora del dominio imperial español en el nuevo continente, desde el siglo XVI.

El sacerdote católico estuvo presente de muchas maneras, en diversos flancos de intereses, en la coyuntura de la Independencia; contribuyó a la redacción de constituciones y periódicos, acompañó y bendijo las tropas patriotas o, según el caso, las realistas. Miembros del clero pronunciaron y publicaron sermones de aprobación o de condena de la reasunción de la soberanía del pueblo; escribieron catecismos republicanos o cartas pastorales que defendieron a ultranza la primacía del rey. Luego, en la formación de la república, moldearon con su experiencia el incipiente sistema electoral y llegaron a ser, al inicio, los principales árbitros locales en el ejercicio del derecho al voto. Se volvieron, además, asiduos representantes del pueblo y no encontraron dilemas entre ser pastores del rebaño de fieles y candidatos a cargos de representación. Muchos de ellos fueron al Congreso en nombre del pueblo. Fueron organizadores de asonadas y fundadores de formas asociativas que acompañaban el forcejeo electoral. Eran políticos avezados que se encargaron de prolongar la influencia de la Iglesia católica en el tiempo republicano.

Su injerencia en la vida pública fue relativizada y cuestionada de manera temprana. La presencia creciente del abogado, del criollo letrado, ya era indicio, a fines del siglo XVIII, de cierto grado de secularización en el control de la sociedad. El Semanario del Nuevo Reino de Granada (1809), en una de sus memorias, proponía una reforma administrativa de la institución eclesiástica fundada en la supuesta supremacía de una dirigencia civil. Antonio Nariño, en su perspicaz Bagatela (1811), se preguntaba acerca de la conveniencia de otorgarles protagonismo político a unos individuos que, en unas ocasiones, fungían como avezados políticos y, en otras, se escudaban en el fuero eclesiástico. Hacia 1826, Francisco de Paula Santander, en el periódico El Patriota, alertaba sobre la labor propagandística de los curas en el púlpito. A comienzos de la década siguiente, el mismo Santander le pedía a un sacerdote católico que vigilara, en Cartagena, las inclinaciones secesionistas de la dirigencia política local. Ese mismo sacerdote se encargó de establecer algunas logias masónicas en la costa atlántica.

Para mediados de siglo, los partidos políticos se habían organizado en defensa o en ataque a la institución eclesiástica; el mapa electoral que Manuel Murillo Toro elaboró, en 1855, se basaba en la distribución de curas liberales o conserveros. Un poco antes, entre 1851 y 1852, otro dirigente liberal, Manuel Ancizar, había hecho un balance de la importancia del sacerdote católico en la vida aldeana. Los curas párrocos eran, en muchos lugares, según su informe titulado Peregrinación de Alpha, el único funcionario público en muchos distritos o parroquias y de él dependía el grado de comunicación política entre la elite reunida en Bogotá y las demandas particulares de las comunidades locales. En 1857, la novela Manuela, de Eugenia Díaz Castro, concentrada en la descripción de la volátil vida pública lugareña, describe la popularidad y la importancia intelectual del cura párroco sobre la intrusión de un liberal radical untado de un republicanismo abstracto y libresco; en diálogo memorable, el cura afirma ante el docto liberal recién llegado: “A nosotros nos oyen cada ocho días y, se lo diré sin vanidad, nos creen” (Díaz Castro, 1889: 26). Ante la carencia de una burocracia estatal, ante los bajos niveles de educación de jueces, alcaldes y hasta maestros de escuela, el sacerdote católico fue por mucho tiempo el único elemento ilustrado en los distritos.

Sin embargo, el laicado conservador percibió, en la segunda mitad del siglo XIX, que una ofensiva política y cultural en nombre de una república católica exigía una re-educación del clero, ponerlo al día ideológicamente para el combate cotidiano contra todos los males modernos: el protestantismo, la masonería, el espiritismo, el liberalismo, el comunismo, en fin. Sergio Arboleda, Manuel Maria Madiedo, Mariano Ospina Rodríguez, entre otros, coincidían en que era necesario acentuar el papel moral del cura ante las gentes del pueblo. Algunos miembros del clero tomaron la iniciativa en la creación de asociaciones católicas; cuando el liberalismo radical puso a funcionar su reforma instruccionista, a inicios de la década de 1870, la Iglesia católica había emprendido una reorientación cultural del clero colombiano. Los dirigentes conservadores y la jerarquía eclesiástica formularon una especie de programa de acción para atraer jóvenes a los seminarios de formación en el sacerdocio; se crearon bibliotecas circulantes; se organizó una vigilancia de la disciplina del clero; se fijó reglas acerca de la forma de predicación, del vestuario que los debía distinguir, de las actividades proselitistas que debían orientar en la parroquia: la asociación caritativa, la escuela primaria confesional, la asociación de jóvenes católicos, la redacción de un periódico, principalmente.

En algunas regiones, notoriamente en los estados de Cauca y Antioquia, los sacerdotes católicos lograron consolidar un mapa escolar y político de sello conservador, difusor de un catolicismo intransigente en contra de las perversiones de la escuela oficial patrocinada por los regímenes liberales radicales. Esos sacerdotes fueron, hacia 1876, los principales patrocinadores de la guerra religiosa por antonomasia, conocida también como la guerra de las escuelas. Después de esa guerra, la debacle liberal fue inevitable y comenzó el ascenso político del ideal de una república católica, de una nación compuesta, ante todo, de fieles a un dogma religioso. La contribución del sacerdote católico a esa victoria es, en términos historiográficos, insoslayable y permite comprender cómo ha sido de determinante, en el diseño de la república, el peso de las relaciones cotidianas del cura con los fieles de su parroquia.

Gilberto Loaiza Cano, octubre de 2011

Alguna bibliografía.

ORTIZ, Luis Javier, Obispos, clérigos y fieles en pie de guerra. Antioquia, 1870-1880, Universidad Nacional de Medellín, 2010.

BIDEGAIN, Ana María, dir., Historia del cristianismo en Colombia, Bogotá, Taurus, 2004.

LOAIZA CANO, Gilberto, Sociabilidad, religión y política en la definición de la nación. Colombia, 1820-1886, Universidad Externado, 2011.

sábado, 24 de septiembre de 2011

Pintado en la Pared No. 58-COLOMBIA, SIGLO XIX

DICCIONARIO DE CONCEPTOS POLÍTICOS

El criollo

El criollo letrado fue el principal beneficiario del proceso de independencia de las antiguas colonias españolas en América. También fue el principal vocero de las ambigüedades del cambio político. Se sentía capacitado para las tareas de gobernar y, al tiempo, padecía la discriminación de la Corona. Desde antes de la incertidumbre ocasionada por las abdicaciones de 1808, el criollo letrado era, en el Nuevo Reino de Granada, el individuo más interesado en la enunciación y aplicación de las reformas administrativas promovidas por la monarquía española. Como en otras partes del imperio, se sentía prolongación de la aristocracia europea y creía que, además, reunía los talentos y virtudes para dominar la naturaleza, conocer los confines de la patria, reformar las instituciones, modelar las costumbres, civilizar el pueblo.

A inicios de 1808, los criollos del Nuevo Reino de Granada se auto-definían como hijos de europeos nacidos en América que no habían tenido mezcla racial alguna y, por tanto, podían constituir “la nobleza del nuevo Continente cuando sus padres la han tenido en su país natal”. Mientras tanto, las mezclas raciales formaban “el pueblo bajo de esta Colonia” (Francisco José de Caldas, Semanario del Nuevo Reino de Granada, Santafe de Bogotá, No. 2, 10 enero de 1808, p. 11). Desde fines del siglo XVIII, los criollos fueron acuciosos en la búsqueda de un lugar privilegiado en el proyecto ilustrado español expandido por las reformas borbónicas; sin embargo, las políticas de control emanadas de esas reformas les habían recordado que eran súbditos sometidos a los designios de la Corona, como le sucedió a Antonio Nariño (1765-1823) en 1795, cuando se había aventurado a difundir con ayuda de su taller de imprenta un papel que proclamaba principios de igualdad. Para 1808, el criollo estaba convencido –y quería convencer- de que era individuo destinado a desempeñar un papel activo en la ejecución de reformas ilustradas. Francisco José de Caldas (1768-1816) fue, en su Semanario del Nuevo Reino de Granada, entre 1808 y 1810, el difusor más aplicado del ideal de un individuo que debía y podía ocupar un lugar privilegiado en la propagación de la razón ilustrada mediante los estudios que determinaran el inventario de riquezas naturales y la composición de los habitantes de un país que, creía Caldas, por su posición geográfica estaba destinado “al comercio del Universo” (Francisco José de Caldas, Semanario del Nuevo Reino de Granada, Santafe de Bogotá, No. 2, 10 enero de 1808, p. 11). Antes, en 1801, otro periódico escrito por criollos ilustrados, el Correo Curioso de Santafe de Bogotá, reivindicaba la utilidad pública de la formación de una Sociedad Económica de Amigos del País que reuniera a “altos personajes” encargados de irrigar el buen uso de la razón y de garantizar, en consecuencia, “la felicidad del Reino” (Correo Curioso de Santafe de Bogota, No. 39, 10 de noviembre de 1801, p. 175).

Desde 1808 hasta por lo menos la disolución de la Gran Colombia, en 1830, cuando ya eran inevitables las fisuras en el régimen representativo que habían diseñado para legitimarse, los criollos letrados, condensados principalmente en la figura omnisciente del abogado, fueron los portadores más conspicuos de las virtudes y defectos que pudiera tener la incipiente formación de una república. En adelante, la lógica de una vida pública despiadada y competitiva les haría sentir que no era la única minoría activa, ni la única porción de la sociedad que podría reclamarse gestora o beneficiaria de la nueva situación política. Su liderazgo en esos inicios republicanos fue tan inevitable como inesperado e incierto; su paso de la condición colonial a un nuevo régimen político estuvo repleto de titubeos plasmados en intervenciones públicas, en testimonios registrados por los documentos que redactaron y pusieron a circular en aquellos años, principalmente en las constituciones políticas y periódicos de la primera república, entre 1810 y 1815. Fue la época de una escritura conjetural que, como lo plasmara el acta del ayuntamiento de Caracas del 19 de abril de 1810, daba cuenta del “ejercicio de una soberanía interina” (Instalación de la Junta Suprema de Venezuela, 19 de abril de 1810, en: Pedro Grases (comp.), Pensamiento político de la emancipación venezolana, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1988, p. 62).

Desde fines del siglo XVIII, los criollos deseaban afirmarse en la sociedad colonial española como agentes de difusión del proyecto ilustrado; por eso se promovieron ellos mismos como el personal más idóneo para llevar adelante proyectos científicos colectivos, para enunciar y aplicar proyectos de control de la sociedad, de depuración y vigilancia de las costumbres y los gustos e, incluso, estaban dispuestos a participar en temas álgidos como la reorganización administrativa de la Iglesia católica. Subordinados ante la monarquía española y, con frecuencia, alejados de puestos públicos de importancia, parecían encontrar un espacio de legitimación social en la propagación de los dispositivos ilustrados de vigilancia y control, entre ellos principalmente la escuela. De modo que ante la Corona española fueron sujetos incómodos que padecieron los embates de algunas reformas, por ejemplo del sistema de enseñanza universitaria y de formación de abogados; pero ante el pueblo raso constituyeron una minoría privilegiada y muy activa.

Estos súbditos del rey se estimaban a sí mismos como “ciudadanos” de una exclusiva República de las letras; en esa república hallaban su realización y un atisbo de igualdad a pesar de su condición original de vasallos. Entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX se habían habituado a exponer sus ideas en público, ya fuera en tertulias, en asociaciones más formales permitidas por la Corona o en periódicos que difícilmente reunían el número mínimo de suscriptores. Algunos se aventuraron a adquirir talleres, auparon la adquisición de libros y la creación de bibliotecas personales, y además volvieron corriente la posesión y el uso de instrumentos de observación científica. En fin, estos súbditos podían reivindicarse, en aquella época, como un elemento activo y esclarecido que estaba dispuesto a ocupar lugar prominente en la organización de la sociedad.

El criollo quiso los privilegios de un europeo, pero estaba irremediablemente condenado a ser un americano ilustrado subordinado a los requerimientos del monarca. Quiso distinguirse como un cuerpo civil científicamente útil para el Estado absolutista, pero fue despreciado. Por tanto, a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX su situación era precaria, ocupaba posiciones intermedias en la administración colonial, estaba mal remunerado y provocaba desconfianza. Para garantizarse algún reconocimiento, los criollos trataron de construir una identidad como hombres blancos consagrados a la ciencia y a las letras, defensores de la religión católica, prolongadores de la esclavización y de otras formas de segregación y jerarquizacion de la sociedad. A partir de 1808, su situación fue, además, incierta; pero por lo menos desde la batalla de Trafalgar (1805) y la invasión británica a Buenos Aires (1806) estaba habituado a sobresaltos de patriotismo según los vaivenes geoestratégicos de la débil monarquía. El amor a la patria, a la patria española, había sido agitado en lemas de la prensa de aquel año. Para 1809, del patriotismo anti-británico se pasó a consignas anti-francesas; las alianzas, simpatías y odios mutaron con cierta rapidez. Y de igual modo tuvo que mutar en sus adhesiones a la Corona y hasta en sus prioridades y gustos. De individuo propagador de la ciencia, de ciudadano de la selecta República de las letras tuvo que dedicarse, quizás a su pesar, a la política; es decir, tuvo que comenzar a escribir las leyes para sustentar un nuevo régimen político.

Se ha vuelto lugar común de la historiografía decir que 1808 y 1809 fueron años cruciales. En ese lapso se fue pasando de reivindicar la nación española, la de ambos lados del Atlántico, a reivindicar la nación americana. Sin embargo, En el Nuevo Reino de Granada, la prensa de fines de 1809 todavía hablaba en nombre de los “fieles vasallos de las Américas” y su cuerpo de noticias estaba nutrido por las batallas del pueblo español contra el invasor francés. A eso se agregaban los continuos anuncios de donativos que esos vasallos americanos enviaban con entusiasmo desde los puertos de Caracas, La Habana y Veracruz, principalmente. Con el rey Fernando VII cautivo y entronizados los franceses, se desencadenó, tanto en España como en sus antiguos dominios en América, una movilización por la defensa de la figura del rey. Las noticias que llegaron desde España fueron confusas; primero se supo del ascenso al trono de Fernando VII, y eso produjo regocijo. Pero, casi de inmediato, de la alegría se pasó a la perplejidad cuando se supo que el nuevo rey había sido depuesto y recluido en Bayona. Rechazar al invasor y defender al rey cautivo fue la reacción más inmediata, pero pronto tuvo que pensarse en cómo se iba a asumir políticamente la ausencia del monarca. La fidelidad a la Corona fue predominante entre 1808 y 1809, pero luego la fidelidad fue cambiando por aspiraciones de autonomía. Del patriotismo español se fue pasando a desilusiones plasmadas en memoriales de agravios y luego a los anhelos de una definitiva independencia. ¿Por qué? Porque la suerte incierta del rey puso en escena un problema fundamental: quién y cómo iba a gobernar en lugar de un rey ausente, de un rey cautivo. De manera que aquello que se conoció como la vacatio regis fue determinante para que se vislumbrara la separación entre peninsulares y americanos; fue la crisis de la monarquía española el elemento circunstancial que obligó a las élites criollas en Hispanoamérica a tomar decisiones sobre su propio destino.

La ausencia del rey y la convocatoria a participar en la Junta Central puso a circular la posibilidad de la representación política americana en igualdad de condiciones con respecto a la península. El decreto del 22 de enero de 1809, que convocaba desde Sevilla a constituir una Junta Central, presentó los dilemas en la construcción de una nueva legitimidad y, sobre todo, incitó a los criollos americanos a discutir la generosidad o la mezquindad de la convocatoria. En su metamorfosis, el criollo padecía la ambivalencia de seguir siendo fiel al rey y aprovechar la vacancia regia para postular una mayor participación americana en cualquier forma nueva de gobierno, así fuera transitorio. De modo que no puede sorprendernos encontrar todavía en aquel momento expresiones convencidas de adhesión a la monarquía española; pero tampoco podemos olvidar que esas expresiones de fidelidad estaban nutridas por la esperanza de que los países de ultramar tuvieran una mayor representación política. La palabra resentimiento puede explicar ese momento fluctuante para el criollo, aferrado a la Corona y al mismo tiempo ávido de conquistar un lugar político, de obtener un reconocimiento que había estado reclamando; el resentimiento, al parecer, fue mecanismo de movilización y de diferenciación del criollo americano (Guerra, 1992:137). El Memorial de agravios, escrito por el abogado Camilo Torres (1766-1816) fue, quizás, el documento que mejor cristalizó el resentimiento americano y expuso su anhelo de igualdad ante el peninsular en la convocatoria de representación a la Junta Central. El documento de Torres no contiene ninguna tentativa de deslinde entre americanos y peninsulares; al contrario, demanda la inclusión de América en un proyecto de representación política que solvente la crisis de la monarquía. Para Torres, América y España eran “dos partes integrantes y constituyentes de la monarquía española”, y cualquier proyecto que excluyera a América podía “engendrar sus desconfianzas y sus celos, y enajenar para siempre sus ánimos de esta unión”. La advertencia que lanzó el autor admitía la posibilidad de una separación definitiva –“para siempre”- pero su búsqueda de inclusión, redactada en esta representación que data del 14 de noviembre de 1809, contrastaba con ánimos más resueltos, como el de los criollos que en Quito decidieron proclamar, el 9 de agosto de 1809, una junta que iba a gobernar en nombre de Fernando VII.

Un pensamiento de la interinidad, de la encrucijada, va a plasmarse en los periódicos y las constituciones políticas que se redactaron entre 1811 y 1815. En ese lapso, periódicos y constituciones políticas debaten acerca del sistema de gobierno más apropiado mientras se define la suerte de la monarquía. La discusión tiene doble faceta; de un lado se discute la situación de los americanos ante la mezquina convocatoria de las Cortes; de otro, hay un debate entre las mismas provincias que, en el caso del Nuevo Reino de Granada, les queda difícil aceptar el predominio de un centro de poder. La enemistad decisiva entre España y América fue fabricada por la guerra, primero por la iniciativa política de Simón Bolívar en su declaración de guerra a muerte, en 1813, y luego por la cruenta reconquista liderada por Pablo Morillo. Antes, juntas de notables, periódicos y constituciones intentaron “fijar la opinión”; como lo intentaron los criollos de Cartagena reunidos en la redacción de El Argos americano, quienes decían, por ejemplo en su prospecto del 1º de septiembre de 1810, que “nos hallamos en una situación peligrosa, en que nada conviene tanto como uniformar las ideas” (El Argos americano, Cartagena, 1º de septiembre de 1810, p. 1). Pero, por supuesto, el documento que mejor plasma la situación de deslinde, la metamorfosis padecida entre 1810 y 1815, antes de que la guerra frontal con España borrara cualquier margen de duda, lo ofreció, sin duda, el mismo Bolívar, cuando al intentar autodefinir su condición, dijo: “No somos ni indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles”. Esos individuos asumen entre 1809 y 1810, con las convocatorias de juntas locales, un papel tutelar y modelador, la de legislar como primeros representantes de pueblos que se han proclamado como soberanos.

BIBLIOGRAFIA BASICA

Francois-Xavier Guerra, Modernidad e independencias, Fondo de Cultura Económica, México, 1992.

Mauricio Nieto Olarte, Orden natural y orden social, UniAndes-Ceso, Bogotá, 2011.

Santiago Castro-Gómez, La Hybris del Punto Cero, Universidad Javeriana, Bogotá, 2010.

Jorge Myers. “El letrado patriota: los hombres de letras hispanoamericanos en la encrucijada del colapso del imperio español en América”, (p. 121-144). En: Altamirano, Carlos (dir.), Historia de los intelectuales en América latina, vol. 1, La ciudad letrada, de la conquista al modernismo. Buenos Aires: Katz Editores, 2008.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Pintado en la Pared No. 57-COLOMBIA, SIGLO XIX

DICCIONARIO DE CONCEPTOS POLÍTICOS

Por: Gilberto Loaiza Cano.

Por alguna parte, de alguna manera tiene que renovarse la ciencia histórica y, especialmente, la historia política o, como unos autores quieren precisar, la historia de lo político. La historia conceptual de lo político es, en algunas historiografías y tradiciones intelectuales, un campo consolidado, preñado de debates, dilemas y, por supuesto, no han de faltar, las inconsistencias y ambigüedades. Pero no puede negarse que es un campo rico de pensamiento acerca de momentos, agentes, lugares en que lo político se produce o reproduce.

¿Dónde comienza y termina nuestro siglo XIX? ¿Cómo y por qué el sistema político representativo constituye una cesura histórica lo suficientemente determinante en nuestra historia de los dos últimos siglos? ¿Qué se ha producido en esa mutación del lenguaje político provocada, en buena medida, con la entronización del orden republicano? Con la crisis monárquica de 1808 entró en funcionamiento un nuevo lenguaje de organización de la vida pública, entonces se escribieron constituciones políticas y los legisladores se tornaron casi imprescindibles; la categoría pueblo desplazó simbólica y políticamente la tradicional figura del rey. La soberanía del pueblo se debatió entre ser un principio abstracto o una realidad social, entonces hubo polémicas acerca de la noción de democracia. ¿Una democracia fundada en la voluntad general, una democracia de los individuos capacitados para gobernar?

Pero además, desde entonces y hasta ahora, hemos tenido una larga historia de lo político en que muchos agentes han intervenido de manera sustancial. Nuestra vida pública no puede entenderse sin el influjo sempiterno del sacerdote católico; el proceso de independencia y el orden republicano establecido sirvieron de bastión para que se consolidara la figura del caudillo. La necesidad de controlar la población y fijar una ilusión de nación le concedió importancia relativa al maestro de escuela; la Iglesia católica se apoyó, en sus tareas de proselitismo religioso, en el activismo de las mujeres. Ciertos grupos de artesanos, las comunidades afro-descendientes e indígenas aprendieron a combinar la resistencia a determinadas formas de dominación y la participación en las lógicas de la representación política.

Desde 1808 y más decisivamente desde el decenio de 1820, los países hispanoamericanos aprendieron a vivir en la combinación de un reglamentado sistema de elecciones y los cortes cruentos de las guerras civiles. Lo uno y lo otro formó un tipo muy peculiar de ciudadanía y, también, un tipo muy particular de organización y acción de los partidos políticos. Los seres humanos de ese siglo necesitaron de la asociación política, entonces recurrieron al club político, a la asociación católica; las élites intentaron distinguirse mediante la exclusiva logia masónica. El mundo de la opinión pública se expandió gracias al taller del impresor y a la difusión del periódico.

En fin, lo político es materia abundante y sustanciosa que merece un seguimiento en las coyunturas históricas de ese largo siglo XIX. Desde hoy iniciamos, en este blog, un largo, sinuoso y provechoso cometido, el de preparar el primer gran borrador de un diccionario conceptual de lo político para la Colombia del siglo XIX. Con el aporte de muy diversos colores, edades, géneros y militancias, nos reunimos en un grupo de investigación para comenzar a discutir y escribir ese diccionario. Retazos importantes de ese diccionario podrán leerlos Ustedes aquí.

viernes, 29 de julio de 2011

Pintado en la Pared No. 56-En el tiempo de las ciencias sociales y humanas


Desde los decenios 1950 y 1960, Colombia ha experimentado cambios ostensibles en su fisonomía política y cultural. La aparición de un sistema universitario nacional, la paulatina profesionalización de algunas ciencias, la importancia pública adquirida por grupos de artistas y de científicos sociales, la multiplicación de nuevos medios masivos de comunicación –la televisión, por ejemplo- hicieron posible un grado de secularización, la puesta en tela de juicio de un viejo sistema de creencias. Nacieron revistas, movimientos artísticos, movimientos políticos que, de un modo u otro, introdujeron alguna polifonía en una sociedad que estaba acostumbrándose a la auto-aniquilación armada aderezada por reformas constitucionales, sermones católicos, rezos y camándulas.

Hasta entonces, la Universidad había sido la institución que reclutaba, desde tiempos coloniales, a sacerdotes católicos y abogados. Es decir, había contribuido a formar a quienes mediante la teología y el derecho iban a cumplir tareas de control social. Los sacerdotes católicos y los abogados se han vanagloriado de haber sido los artífices del diseño del orden político posterior a la ruptura del pacto colonial con España. Los legisladores, tanto laicos como miembros de la Iglesia católica, se han ufanado de haber sido los redactores de las primeras Constituciones políticas en nombre del pueblo soberano.

La necesidad de fabricar la ilusión de una nación moderna, durante buena parte del siglo XIX, reclamó la presencia de ingenieros y geógrafos. Construir caminos, dibujar mapas, elaborar estadísticas, inventariar recursos naturales se volvieron tareas apremiantes. Al lado de ellos, el arquitecto se hizo indispensable para la construcción de los edificios que representaran la magnanimidad del incipiente Estado. Desde entonces se volvió importante otro tipo de conocimiento: el de la sociedad humana que habitaba tal o cual territorio y que intentaba reunirse en torno a tales o cuales principios de orden político. Entonces aparecieron algo así como el proto-sociólogo o el proto-etnógrafo, aquel viajero que describía costumbres, valores, creencias y hasta las fisonomías de la población. Los viajeros, pintores y escritores, con todos sus prejuicios, reunieron los primeros acervos de información sobre las sociedades latinoamericanas durante el siglo XIX. Más tarde, cobró importancia el escrutinio social hecho por el médico, encargado de fijar normas de higiene, pautas de control sobre el cuerpo. El médico contribuyó a propagar nociones y prejuicios de belleza, de limpieza, de normalidad, de salubridad; contribuyó a acentuar diferencias sociales según el color de la piel.

A inicios del siglo XX, cuando el país comenzó a conocer una primera gran inserción en la modernización, el ingeniero parecía adquirir un renovado prestigio, casi una heroicidad. El ingeniero competía con el abogado en la difusión de pautas sociales, en el control de la población. En las escuelas de ingeniería se prepararon, entre fines del XIX y comienzos del siglo siguiente, a varios dirigentes políticos. Pero la sociedad del siglo XX se fue volviendo más compleja y masiva; en Europa lo vaticinó el interés por la sicología social o sicología de masas y en Estados Unidos la preocupación por la sociedad civil o la opinión pública. En Colombia y otros países de América latina surgieron preocupaciones semejantes que se condensaron en movimientos y partidos socialistas, comunistas y populistas; en partidos de clase, en sindicatos y en la emergencia de una sociología todavía al margen de la academia universitaria. Liberales y conservadores, a su manera, volvieron a preocuparse por el pueblo, al que le habían temido tanto durante el siglo anterior. Y otra vez, como en el siglo XIX, liberales y conservadores depositaron su fe en la labor ordenadora de la escuela pública o de la Iglesia católica.

En la segunda mitad de siglo, sobre todo a causa del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, en abril de 1948, el pueblo volvió a ser una entidad inquietante, temible; entonces se acudió a la sabiduría de economistas y urbanistas que intentaron ser, en adelante, los heraldos de un Estado ordenador y planificador. El bienestar social y económico provenía de la mirada profética del economista y de la capacidad del urbanista para racionalizar el creciente, ambiguo y conflictivo espacio de nuestras ciudades.

Todo esto es muy sucinto y es cierto que el recorrido histórico es mucho más sinuoso; pero no impide decir que lo sucedido hasta hoy es mucho y es poco. Los abogados, los sacerdotes católicos, los ingenieros, los arquitectos y los médicos han hecho mucho y han hecho poco. Son responsables de cosas buenas y de cosas malas. Han sido necesarios, pero insuficientes, y también nefastos. Su sabiduría, sus métodos, sus hallazgos, sus obras no han bastado para construir una sociedad que sepa vivir con sus diferencias y conflictos.

¿Por qué? Porque ninguno de ellos ha podido comprender la complejidad de la sociedad en que han querido introducir cambios; porque en muchas ocasiones ni siquiera han comprendido por qué ha sido difícil cualquier cambio. En los últimos cincuenta años, el conocimiento sobre la sociedad colombiana no ha provenido del informe del ingeniero, de la ley fabricada por el abogado o del dictamen del médico o del plan de desarrollo de los economistas. Lo que ellos han producido ha sido incompleto e insatisfactorio, salvo casos individuales de genialidad o de persistencia.

En la segunda mitad del siglo XX, los artistas y los científicos sociales han hecho y han dicho lo que no han podido hacer ni decir abogados, sacerdotes católicos, ingenieros, médicos, con todo el prestigio que han arrastrado como una dorada cadena que comienza a teñirse de orín. Es cierto, el artista, el filósofo, el sociólogo, el historiador, en fin, no resuelven nada, no producen un bienestar tangible. Su repercusión social es más limitada y, por tanto, su prestigio y su poder son más precarios. Todos ellos han sido individuos sospechosos, impertinentes, críticos, molestos. Pero un balance, hasta el más somero, informa que lo que podemos saber hoy de Colombia, de su complejidad social, de su variedad étnica, de sus conflictos políticos, proviene abrumadoramente de las esquinas de las ciencias humanas y sociales. Han sido los sociólogos, los antropólogos, los filósofos, los historiadores, los artistas plásticos, los creadores literarios quienes han hecho posible el reconocimiento multicultural de la sociedad colombiana; ellos han contribuido a que cambie el escenario de discusión pública acerca de los derechos fundamentales de etnias, géneros y grupos sociales tradicionalmente marginados en el orden republicano inventado hace doscientos años. Han sido los oficiantes de las ciencias humanas y sociales los que han brindado algunas explicaciones plausibles sobre las causas de las violencias que han atribulado a la sociedad colombiana durante más de cinco décadas. Han sido los artistas quienes han recuperado y revalorizado las sabidurías de tradición oral que hacen parte del patrimonio cultural de un país muy diverso.

En suma, en los últimos cincuenta años el protagonismo científico en Colombia ha corrido por cuenta de las ciencias sociales y humanas, por cuenta de las despreciadas humanidades. Quizás sea necesario decirlo con mayor insistencia: hemos estado viviendo en el tiempo de las ciencias sociales y humanas y, gracias a eso, Colombia no es algo peor.


Gilberto Loaiza Cano

jueves, 9 de junio de 2011

Pintado en la Pared No. 55-Humanidades, ciencias sociales, ciencias humanas


Por: Gilberto Loaiza Cano

Me adhiero a la definición que les escuché a unos colegas recientemente; la Universidad del Valle es, más exactamente, un instituto politécnico. Y yo agregaría que es un instituto politécnico con una de las mejores piscinas olímpicas del país, de lo cual, por supuesto, muchos funcionarios del politécnico se sienten orgullosos. En el instituto politécnico del Valle –pongamos a rodar la denominación- los ingenieros y los médicos tienen el poder; disfrutan de los mejores recursos, definen las prioridades y establecen los criterios generales de organización de todo el instituto politécnico. Al lado de los ingenieros y los oficiantes de las ciencias de la salud, están las ciencias puras o exactas que funcionan como unas disciplinas subsidirias, satélites. Y la parte fea, la cara sucia que da vergüenza mostrar, está ubicada en ciertas zonas del hermoso campus; allí se reúnen o más bien se amontonan aquello que todavía lucha por definirse como Humanidades o Ciencias Sociales o Ciencias Humanas. Es un montón de disciplinas desperdigadas en varios edificios en que se impone, hay que admitirlo, el acumulado simbólico –con novedad arquitectónica incluida- de la llamada Facultad de Ciencias Sociales y Económicas que se ha ganado el derecho a mirar por encima del hombro (o simplemente no mirar) a sus colegas desahuciados y sin brújula desperdigados en la Facultad de Artes Integradas, en la Facultad de Humanidades y en el Instituto de Educación y Pedagogía.

Lo que mal se ha llamado hasta ahora Universidad del Valle nació con una vocación de servidumbre intelectual; nació para formar los cuadros técnicos necesarios para cumplir las tareas de los planes de desarrollo y de adaptación de la región a los intercambios basados en la agro exportación. Desde sus orígenes, hace 65 años, la tal Universidad del Valle ha crecido dándole preeminencia a la formación de ingenieros y médicos. Esa marca de su origen es indeleble y define la soberbia con que se comportan unos y las dificultades con que subsisten otros. Las ciencias humanas no poseen todavía un lugar bien definido; al principio sirvieron de ornamento, luego parecen ser un mal necesario y según los lemas mercantiles en la educación comienzan a ser un estorbo, un gasto superfluo.

El ritmo histórico de lo que ha sucedido en la Universidad o Instituto Politécnico del Valle no es el mismo de las ciencias humanas y sociales en Colombia, por fortuna. Al iniciar el decenio de 1990, ya se hablaba de unas ciencias humanas o sociales consolidadas institucionalmente, acostumbradas a brindar generosamente una forma de conocimiento crítico que ha contribuido a examinar los diversos conflictos sociales, políticos, económicos y culturales (ver al respecto: Carlos B. Gutiérrez [ed.]. La investigación en Colombia en las artes, las humanidades y las ciencias sociales, Bogotá, Ediciones UniAndes, 1991). Para entonces ya había disciplinas que, en apariencia, tenían sus linderos bien definidos y podía hablarse de comunidades específicas de economistas, sociólogos, historiadores, politólogos, antropólogos, sicólogos, lingüistas, geógrafos, filósofos, en fin. Hoy, veinte años después de aquel balance, podríamos decir que el capital simbólico de las ciencias humanas, las ciencias sociales y las humanidades en Colombia es muchísimo mayor; que hay comunidades científicas numerosas y muy creativas, visibles y destacadas en revistas especializadas de una gran calidad; en algunas universidades hay fuertes grupos, centros e institutos de investigación que tienen su expresión culminante en colecciones de libros, en la obtención de premios nacionales e internacionales. Todo este acumulado corre el riesgo de ser dilapidado por la ofensiva de las políticas mercantiles que han pretendido asignarles a las ciencias humanas y sociales y a los creadores artísticos un lugar en las lógicas del lucro y en los lemas de eficiencia. De no ser así, estarían condenadas a desaparecer por estrangulamiento financiero.

Mientras tanto, ¿qué ha podido acumular el instituto politécnico del Valle? Ha acumulado muchísimo, pero de manera desigual. La Facultad de Ciencias Sociales y Económicas puede decir, hoy, que tiene un centro de investigación que cumple 35 años de existencia –fue creado en 1976- y que reúne una tradición insoslayable de investigación en la región suroccidental del país. En contraste, la investigación pedagógica y en el difuso espectro de las ciencias humanas no cuenta todavía con un anclaje tan sólido. La dispersión y el individualismo es la regla de oro. No se trata solamente de una historia institucional hostil que ha despreciado el andar de las ciencias humanas; se trata, también, de obstáculos propios, de rencillas entre comunidades científicas mal cohesionadas en la topografía del politécnico.

Las últimas arremetidas en proyectos de reformas de la educación universitaria, en Colombia, deberían ser un acicate para que nos sentemos a pensar, en el instituto politécnico del Valle, cuál es la naturaleza y el lugar de las ciencias humanas, de las humanidades y las ciencias sociales; qué hay de fundamental y de trivial en esas variadas denominaciones. La Facultad de Humanidades es, por ahora, una denominación equívoca que no corresponde con lo que contiene; podría empezar por discutir su propio nombre, por adjudicarse un lugar, por erigirse definitivamente en la sal de la existencia de una verdadera universidad, en la cuna del conocimiento crítico e impertinente que necesita cualquier sociedad. ¿Por qué no pensar, por ejemplo, en que es hora de fabricar su propia tradición investigativa y fundar un centro o instituto de investigación que aglutine en un proyecto colectivo tantas vanidades dispersas? De no hacer el auto-examen y tomar la iniciativa, se vuelve cada día más razonable creer que la Universidad del Valle es, en realidad, un respetable instituto politécnico con una hermosa piscina olímpica.

viernes, 20 de mayo de 2011

Pintado en la Pared No. 54 - La Universidad del Valle necesita proyecto académico

Por: Gilberto Loaiza Cano.

En la Universidad del Valle, la principal universidad pública del sur-occidente de Colombia, en el sur de América, el rector, desde 2003, es el ingeniero electricista Iván Enrique Ramos Calderón, quien además ostenta un título de Maestría en Ciencias de la Informática y otro en Dirección Universitaria. El señor rector Ramos Calderón acaba de convocar a un Claustro general para presentar informe de su gestión; se aproxima la finalización de su mandato y, por supuesto, se acerca la disputa por elegir un nuevo rector. Antes de ser rector, el ingeniero Ramos Calderón fue vicerrector académico y puede decirse que es un profesor universitario que se preparó para dirigir una universidad pública; muchos coinciden en decir, además, que el señor rector es una excelente persona; es más, dicen que es buena persona en exceso.

No me consta que sea buena o mala persona, porque no he tenido el privilegio de conocerlo, ni siquiera de saludarlo. Pero sí me consta que se trata de una persona muy discreta, de bajo perfil, no es elocuente y en medio de otros rectores de otras universidades colombianas se destaca por su reserva. En estos momentos polémicos, en que discutimos en Colombia un proyecto presentado por el presidente Juan Manuel Santos, que pretende modificar la ley que regula el sistema universitario nacional, el señor rector Ramos no ha dicho nada contundente, a favor o en contra, a diferencia de otros rectores, como el profesor Moisés Wasserman, de la Universidad Nacional, o como el profesor José Fernando Isaza, de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, y actual presidente de la Asociación Colombiana de Universidades (ASCUN).

Yo no sé si mis colegas, fáciles de seducir e impresionar, se dejarán convencer del informe de gestión del profesor Ramos. No sé si el señor rector aspira a una reelección. Pero sí estoy persuadido de que ciertas cosas comenzadas o consolidadas en su rectoría deberían prolongarse y que en otras es necesario un viraje rotundo. Por ejemplo, me parece muy bien que se haya tratado de imponer una cultura de la planificación institucional, de presentar proyectos para satisfacer demandas en la infraestructura; si fuésemos previsivos, ordenados y soñadores, en la Facultad de Humanidades ya tendríamos un hermoso y útil edificio que nos evitase seguir dependiendo de las aulas y dotaciones de la Facultad de Ingenierías. Y me parece muy mal que durante su larga gestión de ocho años nos hayamos tenido que acostumbrar a que se rodee de muy malos funcionarios para liderar procesos académicos. Durante su rectoría se ahondaron las malas relaciones entre profesores y la vice-rectoría académica. En hechos recientes, en un volátil Departamento de Historia, unos funcionarios que se han ganado el ascenso en la nomenclatura de la Universidad por alguna sibilina razón –no por méritos acumulados, eso es cierto- nos han restregado todo el poder político que tienen y la poca autoridad académica que ostentan.

La sensibilidad académica del señor rector Ramos y de algunos de sus funcionarios ha estado, muchas veces, más abajo de los tobillos. Nos hemos ido acostumbrando a que la investigación, la docencia, la extensión, los convenios internacionales e interinstitucionales, los proyectos de creación de programas de maestría y de doctorado corran por cuenta de la buena iniciativa de cada uno de nosotros y que, además, dependan del buen humor político de los personajes que están en cargos directivos. Así, si a un grupo esclarecido y hasta incauto de profesores se les ocurre preparar un programa doctoral, podrían encontrarse con la inesperada pero probable situación de que su proyecto es, académicamente, perfecto, pero políticamente incorrecto, porque lo han formulado delante del funcionario equivocado a la hora política equivocada. Un ejemplo más: en esta hora de necesaria internacionalización de las universidades, de conversación continua entre pares, en que se ha vuelto atractivo proponerles a los estudiantes estadías en otras universidades y la obtención de un doble diploma, la Universidad del Valle no tiene una verdadera Oficina de Relaciones Internacionales. Yo esperaría que, en aras de la precisión, para su informe le recordaran al señor rector Ramos que algunos convenios, como los de la Universidades Paris 3 y Paris 7, tuvieron gestión con nombre propio. O que el mismo recordara que a un profesor de la Facultad de Humanidades, que fue invitado durante un semestre universitario por la Universidad de la Sorbona, la dirección de la Universidad del Valle casi que no encuentra –porque no quería- la fórmula legal mágica para que el profesor pudiera cumplir tranquilamente con el honor de la invitación.

El 13 de mayo de 2011, con discursos de los gobernantes de la región y del señor rector, fue re-inaugurada la piscina olímpica de la Universidad del Valle, cuya remodelación consistió, entre otras cosas, en hacer una ampliación de dos (2) centímetros según los reglamentos universales de la competición olímpica. La obra costó 1.500 millones de pesos (cerca de 750.000 dólares). Todos estamos felices con esos dos centímetros y otras arandelas técnicas de la piscina olímpica y es posible que por eso nos ganemos algún premio nacional o internacional (la universidad colombiana con mejor piscina, por ejemplo). Pero espero que esa piscina olímpica no signifique un desprecio olímpico a la investigación y otras cosas elementales que necesitamos fortalecer. Hace poco expiró el plazo de una convocatoria interna de investigación en ciencias humanas y sociales, en que como algo excepcional se destinó la suma global de 600 millones de pesos (300 mil dólares), algo así como el equivalente al costo de un nuevo centímetro de la dichosa piscina.

Ojalá el próximo rector esté a la altura de los debates cruciales sobre el destino de la universidad pública colombiana; que no sea una simple pieza del ajedrez político de la región, que satisface a los dueños de la comarca y deja en vilo esa cosa quimérica que todavía llamamos autonomía universitaria. Necesitamos extender en kilómetros nuestro proyecto académico.

lunes, 9 de mayo de 2011

Pintado en la Pared No. 53- Un libro de historia del siglo XIX colombiano.

Gilberto Loaiza Cano. Sociabilidad, política y religión en la definición de la nación (Colombia, 1820-1886), Universidad Externado de Colombia, 2011, 469 pags.

Libro reseñado por Julieta Bloom, historiadora ítalo-alemana, especialista en América latina.


En su colección Bicentenario, el Centro de Estudios en Historia de la Universidad Externado de Colombia acaba de publicar parte de la tesis doctoral, escrita originalmente en francés, del historiador colombiano Gilberto Loaiza Cano, profesor del departamento de Historia de la Universidad del Valle, en Cali, Colombia. El ciclo conmemorativo de los doscientos años de Independencia ha revitalizado, en Latinoamérica, la reflexión histórica sobre el siglo XIX, se han multiplicado las compilaciones de ensayos, estudios puntuales acerca de los primeros decenios republicanos. La historiografía universitaria ha tenido que pensar de nuevo el horizonte complejo de lo político. Sin embargo, el libro del profesor Loaiza Cano no parece ceñirse a los entusiasmos recientes e improvisados por estudiar la Independencia, está quizás mejor situado en el interés de comprender el largo proceso cultural y político del complejo siglo; no olvidemos que estamos ante el autor de una rigurosa biografía sobre un político liberal que tuvo un periplo por varios países latinoamericanos –Manuel Ancizar y su época, 1811-1882 (Universidad de Antioquia-Universidad Nacional-Eafit, 2004)- raro ejercicio de historia comparada combinada con la aplicación micro-histórica de seguimiento a la trayectoria de un individuo.

En Sociabilidad, religión y política en la definición de la nación (Colombia, 1820-1886), Loaiza Cano ha pasado de la minucia biográfica a la dimensión prosopográfica; al examen de la acción colectiva, a la expansión asociativa como elemento que contribuyó a moldear el espacio público. Este libro pone a circular de nuevo con fuerza, en la historiografía de América latina, la palabra sociabilidad, rica en matices interpretativos y en antecedentes en la sociología, la antropología y la historia. Muchos políticos europeos y americanos del siglo XIX usaron tal palabra para referirse, más o menos, a la propensión de los individuos a asociarse para tener alguna incidencia hegemónica en el espacio público; la sociabilidad fue, entre las elites hispanoamericanas, un síntoma “civilizador”, una buena costumbre que sirvió para propagar reglas de comportamiento en la vida colectiva. Pero Loaiza Cano demuestra que la sociabilidad fue, en los inicios de la democracia representativa, una libertad peligrosa y, por tanto, concedida con mucha dificultad. Es desde mediados del siglo XIX que el pueblo irrumpe, por fin, en formas asociativas reglamentadas y contribuye a un conflictivo y fragmentado mundo de asociaciones que muestra a una sociedad civil convulsionada. Asociarse fue, según este libro, un acto de afirmación partidista, electoral y bélico; asociarse fue útil para el aprendizaje en común de normas cívicas, pero también fue un instrumento de organización para tratar de imponerse en la vida pública. Por eso nos parece acertado que el autor haya agrupado las formas asociativas en las dos grandes fuerzas históricas que, en el siglo XIX, trataron de tener el control del proceso de construcción nacional, el liberalismo y el conservatismo.

Este libro entra a formar parte del diálogo historiográfico en que ya han hecho aportes muy valiosos y prolijos historiadores de la talla de Pilar González-Bernaldo, analista del caso argentino; Elías José Palti, estudioso del caso mexicano; y Carlos Forment, autor de un voluminoso estudio comparativo entre varios países. Todos ellos, por vías, hallazgos y énfasis diferentes, han mostrado que el siglo XIX en Latinoamérica fue social y políticamente muy intenso; la política no fue asunto de pocos, como hemos creído; más allá de las élites que estamos acostumbrados a evocar, hubo variantes políticas populares que se expresaron en un variopinto panorama asociativo que los historiadores contemporáneos han ido reconstruyendo. El estudio de Loaiza Cano agrega un matiz nada despreciable, el del papel tan dinámico de la Iglesia católica colombiana y los ideólogos conservadores en la organización de un frente asociativo que impidiera la avanzada de un proyecto de modernidad liberal; y también muestra que el liberalismo colombiano fue bastante incongruente entre sus postulados y sus prácticas asociativas; vale la pena destacar al respecto el capítulo muy novedoso sobre la masonería y todo aquello acerca de la ofensiva asociativa conservadora.

Otra vez, Loaiza Cano nos ha ofrecido una visión de conjunto sobre el siglo XIX que vale la pena ser estudiada y discutida. Lamentamos que la edición haya depurado aquellos capítulos, que conocimos en su tesis de doctorado de 2006, dedicados al universo de los impresos: el libro, el periódico, el taller de imprenta, las modalidades individuales y colectivas de lectura del siglo XIX. Pero, según ha prometido este historiador, todo eso va a ser tema de un próximo libro. Mientras tanto, él nos ha dejado bastante materia en qué pensar con este libro que acaba de publicar y que vemos hoy en la Feria Internacional del Libro de Bogotá, 2011.

lunes, 25 de abril de 2011

Pintado en la Pared No. 52-Universidad y plagio


Para qué sorprenderse o indignarse, el asunto es corriente, más de lo que nos atrevemos a creer. Ya es una costumbre, puede ser incluso un dato estadístico, una regularidad. Podríamos decir que de veinte tesis de pregrado presentadas en un mismo año, recién empastadas para guardar en una biblioteca, dos pueden contener algún nivel de plagio. Y no plagios cándidos, sino esos plagios aleves, inmisericordes a los que nos ha ido acostumbrando la generación del “rincón del vago”. Ahora bien, el plagio no es asunto exclusivo de muchachos despistados que, ante su minusvalidez mental, buscan dónde cortar, copiar y pegar. El problema no es solamente de los estudiantes que llegaron a la universidad con dificultades básicas en lecto-escritura, también lo es de gente venerable y respetable que debería estar más allá del bien y del mal.

La vida es un eterno plagio, la originalidad es una simple mañana de fiesta, una breve celebración de la rareza, como decían en alguna parte Jorge Luis Borges y Michel Foucault (si hubiese dicho lo que acabo de decir, sin mencionar a Borges y Foucault, cualquiera podría acusarme de plagio). Todos nos hemos deslizado en alguna manera de hurtar palabras, enunciados, discursos, ideas de los demás. Un colega me contaba hace poco que al conversar con otro profesor “le soltó unas cuantas afirmaciones”, pero nunca se imaginó que su compañero de conversación comenzara una reunión al día siguiente usando militrémicamente sus palabras sin tomarse la molestia de advertir que eso lo había aprendido el día anterior en una conversación con su amigo. Se había apropiado, sin permiso, de las palabras de un colega. En los arrumes de libros y revistas que entregamos en los comités de credenciales debería haber una sección de plagios, que seguramente necesite un generoso armario aparte. Existe, además, el auto-plagio: la repetición de un mismo texto con estratégicas modificaciones, bien planeadas por el propio autor y muy lucrativas en la suma de puntajes que dan dinero. También existe algo que, según me han contado, se llama “el carrusel de los libros”. Esos extraños autores prolíficos que escriben hasta diez libros en un año, como sucedió con alguien en la Universidad del Quindío. Entre autor, editor y evaluadores de bolsillo había un carrusel de fabricación asombrosa de libros que produjo ganancias para todos los implicados y un hueco financiero para la universidad. Sobra decir que en esas decenas de libros anuales había pocas ideas originales, salvo la perversa originalidad de sacarle provecho a una legislación ambigua y a la ausencia de controles internos.

¿Qué factores permiten la cada vez más amplia libertad de robo a la propiedad –supuestamente inalienable- de cada autor? ¿Por qué el derecho de autor es una figura cada vez más vulnerable? Mi respuesta, en principio, es que hemos caído en la trampa de la batalla por el prestigio, la gloria, la fama y, a eso se agrega algo peor, la batalla por el enriquecimiento. Los últimos cuatro decenios en la historia de Colombia bien merecen ser examinados en su contextura intelectual, en su “utillaje mental”, porque en ese lapso se han producido unas monstruosidades terribles; unas conductas, unos valores y unas creencias se han desdibujado para dar lugar a otras. Matar es cada vez más fácil, y justificar el asesinato es cada vez más sencillo. Los ladrones son inteligentes, "vivos", los honestos son unos pendejos.

Pero ha sucedido algo más, las universidades, algunas especialmente, han perdido su capacidad de control. El primer gran control es leer, leernos, examinar con detalle lo que nos envían para evaluar. Podría decir que donde no se lee no hay comunidad académica, no hay ejercicio de la crítica, no hay dictamen, no hay ritos de paso, no hay autoridades, no hay respeto. El plagio pasa impune donde los ojos están cerrados, donde el profesor bosteza y pasa la página sin mirar. El plagio es posible entre aquellos que quieren a toda costa subir de categoría profesoral, pero que saben que no pueden hacerlo investigando, pensando y escribiendo. Entonces toman el camino fácil, el camino acostumbrado en los últimos cuarenta años en Colombia, roban pedazos (a veces no tan pedazos) de otras partes y los presentan como propios. Y los contertulios y amigotes aplauden el hecho, lo celebran y coronan al dudoso autor. Un colega me contaba que un estudiante especializado en plagios, varias veces perdonado por sus profesores, acaba de graduarse con honores en la Universidad del Valle, con solicitud unánime de publicación. Es posible que el estudiante en cuestión se haya redimido a última hora de sus fraudes, pero los antecedentes deberían haber alertado al incauto grupo de evaluadores. Una profesora me contaba que alguna vez, siendo jurado de una tesis, entre el director y su pupilo la presionaron para laurear una tesis que contenía varios párrafos extraídos de artículos tomados de revistas especializadas del decenio de 1990. El estudiante se había tomado la molestia de variar la sintaxis y el léxico originales (lo cual prueba su gran capacidad de engaño), pero las ideas centrales aparecían como una supuesta originalidad del estudiante.

No nos asustemos, no nos indignemos, no seamos hipócritas, el plagio abunda. Ha vuelto famosos y ricos a los ladrones. Por eso, una buen costumbre es leer; la otra es realizar actos públicos de sustentación de tesis; otra buena costumbre es publicar las buenas tesis de los estudiantes (hay que premiar al honesto y no al ladrón). De ese modo podríamos empezar a sentirnos en una verdadera universidad.

Gilberto Loaiza Cano, abril de 2011.

jueves, 7 de abril de 2011

Pintado en la Pared No. 51

La Universidad Pública reformada

Por: Gilberto LOAIZA CANO

A las universidades públicas colombianas e incluso a las universidades privadas más consolidadas y antiguas en nuestro medio, les incumbe una manifestación unísona en defensa de un sistema universitario nacional horadado y maltrecho. Las universidades públicas han sido regularmente vapuleadas por un Estado mezquino que no ha podido ni querido poner la educación superior en el renglón de las prioridades. En los últimos cuarenta años, las universidades públicas han tenido que someterse a un doble trabajo de debilitamiento; desde afuera, por instituciones estatales e iniciativas particulares que fueron imponiendo una legislación que dio permiso para que negociantes de la educación convirtieran la formación universitaria en un asunto de crecimiento inmobiliario, en adecuación de lotes y casonas para improvisar aulas, cursos y carreras para estudiantes desahuciados por la estrechez del sistema universitario público y por las necesidades laborales. Con profesores mal remunerados y muchas veces sin cumplir los protocolos mínimos de reproducción del conocimiento (porque no les ha interesado producir: muchos de esos sitios han crecido sin bibliotecas, sin departamentos y proyectos de investigación). Desde adentro, por funcionarios, por miembros de comunidades científicas y por corrientes de la menuda politiquería que convirtieron a las universidades en sitio de ferias de contratos, de oportunidad de lucro y de obtención de prestigios que nada tienen que ver con la misión básica de cualquier universidad en el mundo; algunos parásitos y mercenarios de la cultura disfrazados de profesores universitarios o de estudiantes, simples vividores que encontraron en las universidades públicas colombianas su vividero en nombre de una autonomía universitaria que ellos mismos se han encargado de esquilmar.

La universidad pública colombiana ya ha sido reformada. El proyecto de reforma de la ley general de educación, en Colombia, que hoy, 7 de abril, nos ha obligado a marchar de manera multitudinaria, es un corolario de las intenciones y los logros de un grupo amplio y difuso de “instituciones de educación superior” que fueron ganando terreno en la dirección de las políticas educativas del país, que supieron colocarse en el control del Estado para beneficiar sus pequeños pero prósperos negocios. El proyecto de reforma condensa la emergencia y consolidación de los nuevos ricos de las microempresas de una dudosa formación universitaria. Pero, también, condensa el triunfo acumulado de aquellos que dentro de nuestras universidades públicas aplicaron o reprodujeron lemas mercantiles hasta lograr, por ejemplo, que la formacion en maestría y doctorado siga los criterios de las universidades privadas; uno de los resultados visibles de ese triunfo es la esquizofrenia del personal docente, escindido entre las convicciones de lo que debe ser una universidad abierta a los jóvenes de bajos recursos y la tarea de volver auto-financiable un programa de doctorado. Por supuesto, cada vez hay menos profesores universitarios que padezcan alguna ambivalencia al respecto, porque ya están plenamente convencidos de la sabiduría despiadada de las reglas de mercado.

La situación es oportuna para revisar varias cosas de tal modo que se conciba y se realice algo aproximado a la universidad democrática, plural y crítica que sólo existe en nuestros sueños. Hay que examinar y modificar, entre otras cosas: la relación de algunas formas de conocimiento y de algunas comunidades científicas con la universidad y con la sociedad. Los médicos, los ingenieros y los representantes de las ciencias llamadas “duras”, en el caso de la Universidad del Valle, han tenido hasta ahora suficiente capacidad de maniobra para disponer de recursos, para garantizarse prestigios y altos salarios; pero, sobre todo los médicos y los ingenieros, han conocido, en la sociedad colombiana, una relativizacion violenta del prestigio y reconocimiento que alguna vez tuvieron, son profesiones pauperizadas y en cierta medida fracasadas. Los médicos disfrutaron en un tiempo de la historia colombiana de suficiente capacidad de control sobre las vidas de los demás, pero en las dos últimas décadas terminaron siendo pobres técnicos en la reparación del cuerpo humano sometidos al control de empresas prestadoras del servicio de salud. Los miembros de las Facultades de Salud y Medicina en Colombia deberían ser ahora los más consecuentes voceros de las advertencias de lo que ha sido la aplicación, en sus menguadas profesiones, de los criterios mercantiles. Mientras tanto, los ingenieros dejaron de ser hace mucho tiempo los héroes del progreso material y, en Colombia, son otros responsables del inmenso atraso en obras elementales de nuestra infraestructura. La dirección de las universidades ha sido su premio de consolación y el lugar para disimular su erosión ante la sociedad.

Hay que examinar las reglas y las prácticas del poder en las universidades. En algunas universidades las oficinas de control interno son decoraciones de la nomenclatura; muchos cargos no son el resultado de algún procedimiento democrático o meritocrático. La amistad política o el parentesco o ambas cosas se han vuelto únicos criterios de designación de altas responsabilidades; las etapas pre-electorales suelen ser particularmente álgidas y tensas en el discurrir cotidiano. Los profesores se han dejado seducir de los cantos de sirena de bonificaciones y nominaciones que aderezan las hojas de vida, y han terminado por olvidar el vínculo original con la producción y difusión de conocimiento. Muchos reglamentos universitarios no señalan límites de periodos para ocupar cargos. En fin, el profesor universitario se ha diluido en la mezcla de politiquero y negociante.

Hay que examinar la relación de las comunidades universitarias con los espacios y bienes de sus universidades. La autonomía universitaria ha sido un concepto pervertido por la realidad de su uso. La pérdida de las residencias universitarias, en la Universidad Nacional de Colombia, en 1984, tuvo como uno de sus factores el desprecio de los bienes públicos, que le sirvió de buen pretexto al gobierno de la época para acelerar el cierre y deshacerse de un gasto. La autonomía universitaria debería ser autogobierno responsable, ejercicio de la mayoría de edad, la demostración de la capacidad para regir su propio destino; pero eso necesita una sociedad civil muy dispuesta a discutir y hallar soluciones, y un Estado muy dispuesto a definir un derrotero que garantice, a toda la sociedad colombiana, ventajas básicas para acceder al patrimonio cultural acumulado en tantos años de existencia de nuestras universidades públicas.

Las universidades públicas en Colombia y las más antiguas universidades privadas deberían ponerse de acuerdo, ahora, al menos en un punto históricamente incuestionable: han acumulado lo suficiente, han fijado una tradición; con todos sus defectos y carencias han acumulado un capital simbólico que no puede ser pulverizado por una reforma educativa que desprecia todo eso que han podido ser y hacer. Tienen mucho que perder y mucho que ganar.

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