Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Pintado en la Pared No. 45

La formación en la disciplina histórica en Colombia (3).

(Viene del No. 44)

Al historiador no lo define la cantidad de fuentes documentales que acumula; tampoco lo define la asiduidad de la visita a las salas de los archivos. A lo sumo, podrá tratarse de un personaje familiar, simpático y trágico a la vez. Todos nos hemos tropezado con anticuarios curiosos, coleccionistas y fetichistas que nos provocan y desafían, que nos orientan o nos engañan. La relación con el archivo es, para el historiador, más matizada. Precisamente, la relación con el archivo es, de entrada, una posición interpretativa, es una valoración, un juicio preliminar. Cualquier pregunta sobre el pasado hace imaginar el archivo, hace verlo de determinada manera, anuncia o adelanta una selección documental. Luego, cuando tenemos un documento ante nuestros ojos lo estamos leyendo con todo lo que nosotros somos, con todo lo que hemos podido ser hasta entonces. Tan sólo leer el documento es una reactivación, una re-actualización del documento; hemos establecido una relación y hemos hecho una primera operación sobre él. Y aunque quisiéramos que esa fuera la única relación y la única operación, aunque no quisiéramos ir más allá, porqué queremos quedarnos en el grado más empírico posible, el de trasladar el documento, el de transcribirlo y ponerlo íntegro en nuestro relato, aun así el documento camina empujado por nuestro criterio, por nuestro juicio.

Algunos historiadores –no sé cuántos- quedan deslumbrados por los documentos; esa fascinación los paraliza y quieren que el lector los acompañe en esa fascinación. Entonces trasladan documentos íntegros “para que el lector juzgue”, para que el lector comparta el hechizo. Pero esa generosidad del historiador delata varias cosas: que el historiador sucumbió ante el encanto del archivo; que quiere que los demás también sucumban; que no ha sabido tomar la distancia necesaria para evitar el enceguecimiento. La luz del documento lo ha dejado ciego. Esta pereza interpretativa es frecuente, ha pertenecido a alguna de las etapas de la historia de la historiografía de los dos últimos siglos; ha hecho parte de algún momento, quizás infantil, de nuestra formación. Pero incluso en esta etapa, la de nuestra pereza interpretativa, existe algún grado mínimo de ejercicio interpretativo. Quienes huyen de las interpretaciones porque las consideran tachas que ensucian el relato histórico, han hecho sin quererlo alguna interpretación, evidente en medio de la ceguera.

Para el historiador, la relación con el documento es mucho más intensa; se trata, mejor, de una conversación. El documento hay que verlo, oírlo, palparlo; todo lo que hay en él es un universo en versión micro-cósmica. Hay un sistema de lengua, un régimen discursivo puesto en obra. Y el historiador es un sujeto que ve, oye, palpa y lee todo lo que le es posible. La claridad y la oscuridad se combinan; algunas cosas las verá de manera resplandeciente; otras apenas las vislumbrará y otras quedarán ocultas para otras miradas de otros seres en otras circunstancias. Pero lo importante es haber sostenido esa conversación; de un lado, el historiador con toda la carga de lo que es, de lo que viene siendo, de lo que ha heredado, de lo que ha desahuciado y, del otro, el documento con todo lo que pudo contener, con lo que puede evocar o sugerir.

Primero, quizás, el documento aislado de otros y el historiador sintiéndose también solo. Pero, tarde o temprano, habrá que admitir que el documento pertenece a una serie de documentos, está encadenado a una cronología, a lo que hubo antes, durante y después. El documento está relacionado con otros, pertenece a una red; expresa algo en unos códigos culturales compartidos por otros hablantes en determinada época. El historiador parece también solo, pero pertenece inevitablemente a algo: a una institución, a una familia, a un país, a un movimiento político o religioso; cree o ha dejado de creer. El historiador es un retazo de sociedad, un retazo del pasado, del presente y del futuro. Ni el documento ni el historiador están solos y cuando establecen diálogo no pueden sacudirse de todo lo que ellos son ni del lugar en que están; cada uno habla, pregunta y responde situado en alguna parte. Por tanto, la conversación está llena de voces, de interferencias, de énfasis, de silencios sospechosos. Y, de adehala, esa conversación termina siendo un acto creador que contiene elementos generales comunes de otras conversaciones, pero también elementos singulares y originales que dejan su huella más visible en la carga individual e individualista del autor, del historiador que sostuvo la conversación.

El historiador interpreta porque conversa –y viceversa- y el resultado de esa conversación es algo nuevo, una verdad nueva, una afirmación acerca de lo que fue. Una verdad relativa, aproximada e incompleta; por que su conversación no es la única posible, porque hay otros documentos, otros historiadores, otros fragmentos de presente y de pasado que entrarán en colisión para construir algo nuevo. El historiador crea y se crea con las interpretaciones; el historiador no es el mismo después de una interpretación que siente suya, muy suya, aunque no sea tan propia del todo. La Historia se vuelve realidad recreada por nuestras interpretaciones. Y cada interpretación llega hasta nosotros para crear otra interpretación que se prolongará en el tiempo.

Seguiremos hablando de los historiadores que interpretan en el próximo Pintado en la Pared.

Hasta luego y feliz 2011, Gilberto Loaiza Cano

viernes, 26 de noviembre de 2010

Pintado en la Pared No. 44-La formación en la disciplina histórica (2).


(Viene del No. 43)
Hemos intentado establecer que una de las premisas formativas de un historiador es su capacidad e intensidad de conversación con una cultura historiográfica que le precede. Esa conversación es una manera de situar y de situarse; y, por demás, debe ser lo más exhaustiva posible. Los prejuicios, o algo peor que eso, hay que abandonarlos a la hora de los balances historiográficos; los balances son informativos y formativos. Informativos, porque permiten precisar vacíos o saturaciones en temas; formativos, porque permiten que el historiador se despoje de sus odios y sepa discernir entre lo que se lee, el autor, la corriente de pensamiento o la adhesión política de ese autor. Los juicios sobre obras y autores tendrían que basarse, de ese modo, en la comprensión y explicación de cada obra en los códigos de la creación historiográfica y en la relación de esa creación con contextos intelectuales determinados y, por supuesto, determinantes.

El examen de la cultura historiográfica conduce a algo igualmente decisivo; a la descomposición de la obra de tal manera que nos aproximemos al cómo fue concebida y cómo fue construida. Desarmar (déconstruire, según ya vieja tradición prestada de los franceses) es un ejercicio metodológico que, aplicado a obras paradigmáticas nos permitiría entender, por ejemplo, cómo fue construida la arquitectura de obras como las de Lucien Febvre, Fernand Braudel, Edward P. Thompson, Jaime Jaramillo Uribe, Germán Colmenares, Marco Palacios. Los métodos historiográficos, como otros, no se aprenden en los cursos diseñados como recetarios para aprender a nadar sin sumergirse en la piscina. Uno de los puntos más inocuos de los planes de estudio en Historia son los cursos de metodología, breviarios de instrucciones y definiciones in vacuo que podrían ser remplazados y superados por la descomposición y recomposición de autores y obras de manera que se determine el camino que se siguió, en cada caso, en la dilucidación del objeto de estudio, en la formulación de las preguntas fundamentales, de las respuestas tentativas que guiaron ese estudio; las relaciones que cada autor estableció con comunidades científicas, con sus tradiciones historiográficas, con los fondos documentales. Cada autor, sobre todo un buen historiador, se distingue por el sello que impone en su particular conversación con las fuentes documentales, por los énfasis narrativos, por las metáforas que emplea, por las reiteraciones argumentativas, por la manera de introducir una cita en algún lugar del texto, por sus obsesiones y simples recurrencias en la construcción de frases. En definitiva, en vez de cursos sumarios de métodos de investigación, más bien examen de obras concretas que nos revelan los desafíos que se afrontan en concreto y cómo cada autor los resolvió. Eso nos haría entender, con necesaria humildad, que los historiadores son sujetos históricos, sujetos culturales que se plantean problemas y los resuelven con las herramientas que les eran inherentes a su época. Los historiadores también somos hijos de cada tiempo.


Ahora sí es posible concentrarnos en la siguiente premisa formativa, la de la relación íntima con el archivo. Sabemos que ya no se trata de la relación orgánica y casi oficial al estilo de la vida del historiador-devorador, como fue Jules Michelet, quien vivió sumergido en el Archivo Nacional de Francia por ser historiador y, a la vez, funcionario público asignado a la administración de una de las secciones de ese lugar (cosa envidiable y menos frecuente hoy). Ahora los historiadores nos alejamos y nos alejan de los archivos; los archivos los dirigen bibliotecólogos, los administran empleados improvisados –cuotas políticas de gobiernos efímeros- que no tienen ni la pasión ni las destrezas ni las sensibilidades más elementales para facilitar las pesquisas de los historiadores. Por eso, si el historiador mismo se aleja de los archivos contribuye a que se le declare intruso, elemento perturbador ocasional de la modorra hostil. Esa situación la complementa el débil estatus público de muchos de esos lugares en el país y el abandono presupuestal que los condena al cierre temporal o a la desaparición.

La presencia sistemática en el archivo hace parte de la formación de un historiador. Primero por obra de la costumbre, de la rutina marcada por el liderazgo de cada profesor. Las clases en la sala del archivo son y han sido útiles para crear una relación íntima con los documentos, han servido para justipreciarlos, para respetarlos y para saber cómo empezar a descifrarlos. Luego, cada joven habrá aprendido a ir solo, a volverse paciente con la hostilidad del lugar y con los enigmas de los documentos. Y, después, reconocerá zonas documentales, comenzará a formar su propio archivo, sabrá seleccionar según curiosidades o según preguntas preparadas con algún sistema. Es posible que se sienta haber desarrollado una especie de tentáculo, una especie de prolongación sensitiva, de vínculo afectivo con papeles borrosos y polvorientos. Un lugar de la casa ya se habrá especializado en guardar, casi como reliquias, las pruebas de nuestra manera de revivir y de matar el pasado, de hacer ver y hacer ocultar lo que alguna vez fue. Un historiador o una historiadora son archivos ambulantes, no solamente porque lleven en su cartera esos adminículos prodigiosos que llamamos memoria, ese diminuto espacio en que guardamos siglos. Son archivos ambulantes porque han ido ensartando en sus vidas, en sus modos de ser, el recurso de evocar una carta, una foto, un poema para ponerlos en uso narrativo y explicativo. Se ha ido aprendiendo a hablar del pasado dando ejemplos tomados de alguna parte de algún archivo. El historiador o la historiadora han aprendido a arrastrarse por las colecciones de vestigios del pasado.

Hoy es aterradoramente sencillo volverse un archivo ambulante; la visita desagradable a una sala de lectura va siendo remplazada por la visita a páginas de Internet que exhiben con generosidad catálogos, documentos digitalizados, libros usados que se pueden adquirir con solo deslizar algunos números de la tarjeta de crédito, en fin. Con un mágico doble clic, cualquier ciudadano, ni siquiera un historiador, puede comenzar a acumular un acervo documental. Mientras más se democratiza el acceso a las redes virtuales de comunicación, el historiador es un pobre peregrino sometido a la competencia despiadada de la acumulación de información. Algo que alguna vez lo diferenciaba, la familiaridad del contacto con papeles viejos, comienza ahora a diluirse de manera peligrosa. La situación es, al tiempo, fascinante y aciaga. Fascinante, porque lo inaccesible y enigmático se nos ha vuelto simplemente prosaico, trivial. Aciaga, porque entonces un atributo casi exclusivo del historiador se ha ido borrando. Por tanto, ya no basta con saber guardar documentos, tampoco basta con ese buen gusto para catarlos y acariciarlos.

Por eso, el historiador tiene que sumar una premisa más en su formación. Esa premisa tiene que ver con esculpir el talento de la interpretación. El historiador no es solamente cultura historiográfica, no es solamente archivo ambulante. El historiador es una plétora de interpretaciones. Es un ser penetrante, inquisidor, dispuesto a desentrañar tomando de aquí y de allá. No se trata de un agregado artificial, como a veces lo creemos, se trata de revelar la esencia de lo que hace el historiador y de lo que hace al historiador. Pero esta premisa la examinaremos en el siguiente Pintado en la Pared.
Hasta luego, Gilberto Loaiza Cano

domingo, 21 de noviembre de 2010

Pintado en la Pared No. 43


La formación en la disciplina histórica

El último Congreso de Historia fue multitudinario y desigual en la exhibición de avances de sus oficiantes y de quienes pretenden serlo; de hecho, fue un evento en que participaron con ponencias antropólogos, sociólogos, filósofos, lingüistas, geógrafos, periodistas y, en fin, hasta historiadores. La disciplina histórica se ha ido distinguiendo en Colombia por ser una especie de corredor con puertas abiertas por el que puede caminar cualquiera con cualquier intención; puede pasarse de largo o entrar por alguna de esas puertas. Y cualquiera que entre puede reclamar, si desea, algún derecho de propiedad del pequeño lugar que ha ocupado con el riesgo de que presuma pronto de ser dueño de todo el corredor. La ciencia histórica ha devenido una disciplina muy acogedora, generosa e igualitaria, porque recibe desde lo más excelso y refinado en la creación de conocimiento hasta lo más espurio y desahuciado. Reúne las prácticas y percepciones más diversas acerca del oficio; acepta las más disímiles intenciones y las más diversas calidades en la escritura, desde el especialista en escribir adefesios, pasando por el ensayista ligero, por el argumentador juicioso hasta llegar a aquel que no puede ni con la caligrafía de su propio nombre.

No es fácil decir si tanta generosidad de una disciplina que convoca tanta gente constituye un atributo o la señal de una carencia enorme. Si lo tomáramos como una virtud, tendríamos que suponer que la ciencia histórica tiene como rasgo intrínseco un eclecticismo exacerbado, un alto grado de maleabilidad. Si lo tomáramos como un defecto, entonces podríamos pensar que se trata de una disciplina que no ha sabido constituir sus fronteras ni sus cánones, que no ha sabido determinar ni sus objetos de estudio ni sus modos de investigar ni sus protocolos de escritura. Pero, en cualquiera de estas dos posiciones, terminaríamos por constatar que cualquier cosa y cualquier persona podrían ser un libro de historia y un historiador.

Quizás la mejor, por no decir que la única, manera de determinar el estatus de la Historia como disciplina científica diferenciada, se halla en la construcción en el ámbito universitario de criterios consensuados de formación en el oficio y en la escritura; en las prácticas distintivas y autorreguladas que constituyen su propia artesanía intelectual y, al lado de esto, como complemento ineludible, la preparación en una sensibilidad que condense la interpretación y la escritura. Dicho en otras palabras, no podría considerarse historiador a quien va todos los días al archivo, a quien sabe transcribir un documento del siglo XVII, a quien sabe reunir los datos para una estadística; tampoco lo es el buen dicharachero de cafetería que conoce las anécdotas más recónditas de un general del siglo XIX; tampoco lo es aquel que escribe sabrosos relatos sin ningún fundamento documental, así nos regale ratos de embeleso. El historiador no se hace solamente con la preparación en destrezas de búsqueda y clasificación de fuentes ni tampoco en la escritura. El historiador es una sumatoria de prácticas de investigación y de reglas discursivas. Lo que equivale a decir que la ciencia histórica es práctica y discurso; destrezas de oficio y destrezas (y talentos) de escritura. Lo uno sin lo otro y lo otro sin lo uno nos deja en una situación a mitad de camino.

Visto el asunto de este modo, estamos entendiendo la ciencia histórica como una ciencia de la interpretación de procesos de cambio que enuncia sus resultados interpretativos mediante argumentos y relatos debidamente documentados. Eso implica que el historiador sea concebido como un sujeto en permanente formación, que se construye a sí mismo y construye el entorno disciplinar gracias a una sistemática relación con fuentes documentales, a una continua creación, adopción o revisión de modelos interpretativos y a la solución de los desafíos de la escritura persuasiva. Este ensayo de definición quizás nos permita entender, a su vez, el orden de preocupaciones de la formación de generaciones de historiadoras e historiadores en las universidades colombianas; la formación en la disciplina histórica debería tratar de satisfacer esas condiciones que, diría yo, hacen parte del retrato básico de la figura del historiador.

Por eso, las premisas formativas en la ciencia histórica en Colombia deberían ser: uno, el examen de modelos historiográficos de investigación y escritura; es decir, esculpir una cultura historiográfica básica, un cierto dominio de autores y textos clásicos, canónicos o paradigmáticos. Dos, el examen del legado historiográfico del país de manera más o menos exhaustiva, con la debida distancia y con el debido compromiso. Me explico, lamentablemente la comunidad de oficiantes de la Historia y otras ciencias sociales en Colombia no ha salido de su etapa religiosa, dogmática y sectaria, mala herencia de las militancias de izquierda de antaño; a eso habrá que agregar los desencantos ideológicos y políticos de las dos ultimas décadas que se plasman en la entronización de muy particulares tribunales de inquisición: las condenas a priori al remozamiento del marxismo, por ejemplo. O el desprecio, también a priori, al estudio de las élites en nombre de la reivindicación de los sectores subalternos olvidados y marginados por una perspectiva dominante en la investigación histórica. Ese examen del legado historiográfico colombiano debería fundarse, primordialmente, en un ejercicio de historia intelectual que sepa situar, explicativamente, obras y autores de tal manera que podamos situarnos mejor en nuestro propio presente.

Estas dos premisas y otras parten de un solo principio o, más bien, de un propósito: crear con base en la tradición. Saber qué hemos sido y qué hemos tenido para saber qué hace falta, dónde es necesario agregar algo. En definitiva, la tradición como sustento metodológico de la creación. Ahora bien, estas dos premisas formativas que acabamos de enunciar deberían estar acompañadas de otras en los niveles de la investigación, la interpretación y la escritura.
Esos niveles los examinaremos en los siguientes números de nuestro Pintado en la pared. Hasta luego, Gilberto Loaiza Cano.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Pintado en la Pared No. 42-Doctorado en Estudios Culturales en la Universidad del Valle


Por: Grupo interdisciplinario de investigación en Estudios Culturales.
(Agradezco la confianza que me otorgaron mis colegas para hablar en nombre del grupo, GLC).

El 2 de noviembre de 2010 tuvo lugar, en el salón Valle del Cauca de la Universidad del Valle, la presentación de la propuesta de creación de un programa interdisciplinario de Doctorado en Estudios Culturales. La jornada contó con dos invitados especiales: los profesores Santiago Castro-Gómez y Fabio López de la Roche; ambos constituyen, para nosotros, dos ejemplos de lo que ha sido la aclimatación intelectual en Colombia de los Estudios Culturales hasta lograr un sólido lugar en las instituciones universitarias. Sus trayectorias son pioneras en muchos sentidos, en la puesta en discusión de los principios epistemológicos de teorías sobre la cultura, en la difusión de objetos de estudio despreciados por la rigidez disciplinar. También nos acompañaron la directora de la Maestría en Estudios Culturales de la Universidad Javeriana, profesora Marta Jimena Cabrera, profesores y directivos del Icesi, de la Universidad Javeriana, sede Cali, de la Universidad Santiago de Cali y de otras importantes entidades culturales del departamento. El rector (e) y vicerrector académico, Héctor Cadavid, y el director del Instituto de educación y pedagogía, profesor Renato Ramírez, se encargaron de pronunciar las palabras inaugurales del evento.

He aquí el texto de presentación del grupo interdisciplinario compuesto por los profesores Carlos Osorio Marulanda, Luis Carlos Arboleda, Eric Rodríguez Woroniuk, Natalia Suárez Bonilla, Mario Diego Romero, Humberto Quiceno Castrillón, Juan Moreno Blanco y Gilberto Loaiza Cano.


El principal propósito de este Foro es dar noticia de la existencia de un grupo interdisciplinario que, desde inicios de este 2010, se ha dedicado a examinar sus particulares trayectorias, sus afinidades, sus diferencias, sus relaciones con determinados objetos de estudio. Todo comenzó como una conversación espontánea, sin premeditaciones y sin grandes pretensiones; luego nos comprometimos a escribir y a leernos hasta reunir un grupo de ensayos que, junto con las conferencias de hoy, serán materia de un libro cuyo lanzamiento tendrá lugar durante el seminario pre-doctoral que hemos previsto para marzo del próximo año. De manera que hemos decidido incluir en nuestra conversación a la comunidad intelectual del país, a nuestra institucionalidad universitaria, a los colegas y estudiantes de la Universidad del Valle, a la sociedad vallecaucana. Es un grupo que está dispuesto, formalmente desde hoy, a compartir una agenda que, esperamos, cuente con el respaldo institucional.

Somos un grupo de profesores provenientes de unidades académicas y trayectorias intelectuales en apariencia muy diversas e, incluso, muy distantes en la topografía institucional de la Universidad del Valle. Se trata de profesores adscritos al Instituto de Educación y Pedagogía, a las Facultades de Ingeniería y Humanidades. A pesar de su dispersión y de obligaciones adquiridas con unidades académicas muy diversas, a pesar de estar inscritos en tradiciones disciplinares tales como las matemáticas, la pedagogía, la filosofía, la literatura, la sociología, las ciencias políticas y la historia, hemos logrado afianzar una rutina que nos ha permitido hallar comunes núcleos de interés.

La primera constatación, que nos ha servido como punto de partida para otras discusiones, es que vivimos un tiempo de balances, de mutaciones en el paisaje epistemológico, de la aparición y consolidación de objetos de estudio que no caben en el espectro rígido de tal o cual disciplina. Nuestro balance, aún incompleto, nos ha permitido reconocer tradiciones, puntos de referencia insoslayables. A propósito, como bien lo ha evocado el profesor Luis Carlos Arboleda, fue en la Universidad del Valle, y como ingeniero químico, donde comenzó su fecunda trayectoria transdisciplinar Arturo Escobar, reconocido hoy como uno de los más esclarecidos exponentes de las tesis que le dan sustento a los Estudios Culturales en América latina. Habría que agregar que en esta universidad ha habido una tradición de conversación entre disciplinas, de enunciación sistemática de nuevos objetos de estudios, verbigracia la insistencia de Jesús Martín-Barbero en torno al estudio de los medios de comunicación. También se recuerda un seminario de Historia de las Ciencias que dirigieron, entre 1985 y 1989, Luis Carlos Arboleda y el profesor Ángel Zapata, ya fallecido, fundador de la Facultad de Ingeniería. Me permito evocar un seminario organizado hace casi una década por el profesor Angelo Papacchini que estimuló un examen interdisciplinario de la violencia en Colombia y que culminó en un excelente libro. Más recientemente, hemos conocido la consolidación de los estudios de género y la formación de un núcleo de investigación interdisciplinaria cuyo objeto de análisis es el universo cultural afro-americano; y para terminar esta incompleta mención de antecedentes, la cohorte doctoral en análisis del discurso que hace parte del doctorado en Humanidades, es resultado del diálogo de por lo menos tres disciplinas.

Por tanto, sabemos que existe una vocación interdisciplinaria; pero al lado de esto asoma otra constatación que nos parece obvia; las disciplinas han nacido para ser superadas, han sido puntos de partida que orientan el diálogo con otros lugares del paisaje disciplinar. Buena o mala costumbre, virtud o defecto, las fronteras disciplinares han sido puestas para traspasarlas. Y esto nos lleva a otra constatación: no estamos acostumbrados a reflexionar sobre ese tránsito entre las disciplinas; tampoco estamos acostumbrados a discutir los conceptos que usamos y que sufren mutaciones en esas migraciones disciplinares. La modernidad o las modernidades, por ejemplo, no son las mismas para un sociólogo en la línea de Max Weber o para un lector de Michel Foucault. Nuestro grupo encuentra allí una carencia que constituye un reto muy provocador; precisamente, esa carencia la hemos querido convertir en uno de los sustentos de nuestro programa de investigación: el examen de lo que ha sido la recepción, la adopción y, en definitiva, el uso de conceptos entre los oficiantes de las ciencias naturales, exactas, sociales y humanas en Colombia. Ejercicio que entraña, a nuestro modo de ver, elaborar una historia intelectual.

Hemos ido reconociendo en nuestra conversación que todos los miembros del grupo, con sus distintas modulaciones, con sus diferentes experiencias, hemos trasegado por el campo amplio y elusivo de estudios sobre la cultura. Eso ha incluido, en breve resumen de las trayectorias de cada uno de nosotros, el análisis de la cultura científica, de la producción y difusión en los países llamados periféricos de las teorías científicas europeas; el examen de las relaciones entre la cultura letrada de una élite y las culturas subalternas sustentadas en la oralidad; el estudio de las formas de adaptación y resistencia de poblaciones indígenas y campesinas ante los agentes del conflicto armado colombiano. En los ensayos que hemos venido escribiendo, unos han aportado una fina interpretación de los sentidos y momentos de la literatura de formación, de aquellas obras que han expuesto utopías pedagógicas, tomando como ejemplo a Platón, Goethe, José Asunción Silva y Gabriel García Márquez; otros han hecho el examen de los aportes interdisciplinarios a la historia de las comunidades afro-descendientes en Colombia. En otro ensayo ha sido desentrañada la matriz popular y oral amerindia que sustenta el universo de ficción de las novelas de García Márquez. Algunas figuras del pensamiento político colombiano del siglo XIX han sido examinadas por el diálogo entre la filosofía política y la historia de las ideas, por lo menos. Otros nos hemos concentrado en la historia de intelectuales y en objetos conexos que tienen derivaciones interdisciplinarias, como el estudio del mundo de la opinión pública, del libro y la lectura, de las formas de sociabilidad, de la escuela. En la necesaria síntesis que buscamos como sello de identidad, creemos que todos hemos participado en la construcción de lo que algunos autores llamarían una teoría crítica de la cultura. Teoría crítica de la cultura porque, de uno u otro modo, hemos examinado hechos y procesos culturales explicándolos según su situación en un sistema de creencias, de normas, de valores, pero, sobre todo, según las tensiones y relaciones de poder.


Este grupo ha decidido liderar la formación de la línea doctoral en Estudios Culturales, porque creemos, a manera de hipótesis que puede ser confirmada o refutada por esta jornada de reflexión que hemos convocado hoy, que es en el terreno de los Estudios Culturales que la teoría crítica de la cultura, lo interdisciplinario y lo transdisciplinario adquieren plenitud de sentido. Y nos hemos comprometido con una línea doctoral porque consideramos que una manera inmediata de retribuirles, a la universidad y al país, su esfuerzo en nuestra formación, es contribuyendo a formar una nueva generación de doctores en Colombia; y porque pensamos, además, que a nivel doctoral deben reunirse el personal académico y las condiciones necesarios para adelantar procesos de investigación de calidad en el ámbito que proponemos.


En consecuencia, y para terminar, nuestra agenda más inmediata será la siguiente:

La formación de un centro interdisciplinario de investigación en Estudios Culturales; centro que reúne hasta el momento a cinco grupos de investigación de esta universidad. El centro estará orientado sustancialmente por un programa de investigación cuya esencia será, por ahora, el examen de conceptos básicos trajinados por nuestras ciencias naturales, exactas, sociales y humanas. La invitación al profesor Elías José Palti, para el 28 de febrero y 2 de marzo de 2011, está estrechamente relacionada con la discusión de ese proyecto.

La organización de un seminario interno permanente en que trataremos de tener con alguna frecuencia invitados de otras universidades del país y del extranjero.

La realización de un seminario pre-doctoral, entre el 28 de febrero y 2 de marzo del 2011, que presente formalmente nuestras líneas de investigación y la estructura curricular de la cohorte doctoral en Estudios Culturales en el marco del Doctorado Interinstitucional de Educación que se desarrolla hasta ahora entre la Universidad del Valle, la Universidad Distrital de Bogotá y la Universidad Pedagógica Nacional.


La producción escrita periódica que exhiba los resultados de nuestras reflexiones en el seminario permanente y de nuestras investigaciones; por tanto, vamos a preparar una colección de publicaciones, que tendrá su inicio con el libro que hemos anunciado para marzo de 2011.

El Foro de hoy es el inicio de esa agenda.

Cali, 2 de noviembre de 2010.

domingo, 24 de octubre de 2010

Pintado en la Pared No. 41- Historia de Cali del siglo XX


Historia de Cali del siglo XX

Por: Gilberto Loaiza Cano

Cali es una ciudad fea, sucia y peligrosa, como casi todas las ciudades colombianas y latinoamericanas. Estas palabras hieren el amor propio de los que se desvelan por su terruño. Pero, curioso, en los desvelos no habían incluido construir conciencia histórica. Cali es un conglomerado urbano reciente, su sistema universitario es casi incipiente. Aunque en pocos metros cuadrados del sur de la ciudad se acumula casi una decena de campus universitarios, de allí todavía no surge una idea colectiva generosa que ponga a funcionar un sistema interdisciplinario de examen del devenir de la ciudad. Algunas comunidades académicas y algunas figuras fundadoras han dejado legados pioneros que, ahora, son imprescindibles para escribir la historia de los últimos cien años de la ciudad.

Hoy, de algún modo, la coyuntura conmemorativa ha servido para remover fuerzas de inercia; para hacer balances y establecer prioridades. Cali ha cumplido 100 años como capital de un departamento y ese simple dato ya haría pensar en un necesario examen histórico de esa condición. La Universidad del Valle, la principal universidad de la región, cumple 65 años. Es decir, puede suponerse que hay un acumulado que justifica, de un lado, evaluar qué tanto sabemos y qué tanto ignoramos de la ciudad; cuáles han sido los aciertos, vacíos y omisiones de las disciplinas científicas y sus oficiantes; y, de otro, cuáles han sido las virtudes y perversiones de las élites que han sido responsables de las transformaciones de Cali.

El proyecto editorial de una historia colectiva de Cali del siglo XX es un modo de rendirle homenaje a la ciudad y al mundo académico que ha vivido cerca de ella. Es un modo de exaltar la labor de pioneros como Jacques Aprile-Gniset, Gilma Mosquera, Edgar Vásquez. Pero también sirve para presentar una nueva generación de estudiosos de problemas urbanos propios de las convulsas selvas de cemento latinoamericanas, como las violencias de diverso orden, las segregaciones socio-raciales, las incoherencias o ausencias en la planificación urbana, la débil estructura real y simbólica del Estado, la formación de una clase media y sus proyectos de civilidad, la creación desigual de una institucionalidad artística.

Algunos hechos crasos demuestran, de entrada, que estamos ante retos organizativos que obligan a la comunidad académica a asumir un liderazgo que no han podido y, quizás, no podrán tener los miembros de la clase política caleña. El tamaño y el lugar estratégico económico y político de la ciudad no concuerda con su pobre conciencia histórica, con la débil tradición archivística, con la poca consistencia –y el poco apoyo- a las instituciones que debían servir de garantía para la conservación del patrimonio cultural. El fondo histórico-cartográfico de la ciudad está incompleto; la Academia de Historia ha sido más bien un club de lagartos que de acuciosos investigadores. Algunas familias de artistas fallecidos han preferido exiliar el legado documental a instituciones de otras ciudades porque en Cali nadie garantiza seguridad y confianza para depositar y administrar una colección pictórica o un archivo fotográfico, por ejemplo.

Nuestro grupo de investigación Nación/Cultura/Memoria ha emprendido el proyecto editorial de preparar, en tres tomos, la historia de Cali del siglo XX. El primer tomo estará dedicado a examinar la evolución de su espacio urbano, de los conflictos en la constitución del espacio físico, de la relación que ha establecido la sociedad con los recursos naturales, de las mutaciones de su población, de la mentalidad que subyace en los proyectos de construcción de avenidas o de un sistema de transportes; el segundo tomo estará consagrado a su historia política, a los tensos orígenes de la formación como ciudad capital, a la formación de una élite, a la creación de una esfera de participación en la vida pública, a una peculiar nomenclatura de partidos políticos; el último tomo hablará de lo que ha sido su historia cultural, sus movimientos artísticos, su institucionalidad educativa, la riqueza simbólica y, a la vez, los conflictos de una ciudad esencialmente multicultural.

Son 45 ensayos en que cada uno de sus autores hará una generosa síntesis de lo que ha investigado acerca de la ciudad, con tal de llegar a un público amplio. El proyecto es ambicioso y complejo. Poner en sintonía a tantos sabios con sus resabios es muy complicado, pero hasta ahora nos hemos encontrado con colegas entusiastas que quieren participar de un proyecto que hace confluir investigación y divulgación, que une el acumulado riguroso de cada investigador con la necesidad de cumplir una función educativa para la ciudad y el país. Son 45 autores que representan tanto lo que han podido ser y hacer las universidades de la región, pero también hay presencia significativa de investigadores provenientes de universidades de otros lugares del país. Algunos autores están preparados para aportar visiones sintéticas; otros, más jóvenes, podrán aportar su conocimiento en asuntos puntuales. Al final, es seguro, tendremos el mejor aporte colectivo a la historia de una ciudad en Colombia.

Hasta ahora, el área cultural del Banco de la República y el Archivo Histórico de Cali han sido los dos principales pilares divulgativos del proyecto con la realización de un seminario permanente cuyas próximas jornadas tendrán lugar el 28 de octubre y el 25 de noviembre. Pero sigue faltando, como es costumbre, dolientes institucionales de proyectos de esta envergadura. La sociedad académica a veces funciona como el país real que se mueve a desprecio del país formal. La sociedad académica es como una sociedad civil que a veces le toca imponer en los hechos una realidad que el burócrata, rector o político de turno tendrá que aceptar a regañadientes. Muchas veces, los proyectos académicos quedan sometidos a los ires y venires de las agendas políticas de nuestros directivos universitarios y líderes de la clase política regional. Confiamos en que, en el 2011, la sociedad colombiana pueda conocer los tres tomos de una obra que ha convocado esfuerzos múltiples de varias generaciones intelectuales en torno a la historia de una ciudad.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Pintado en la Pared No. 40- Un nombre para nuestra guerra




Francisco Gutiérrez Sanín (coordinador académico), María Emma Wills y Gonzalo Sánchez (coordinadores editoriales), Nuestra guerra sin nombre . Transformaciones del conflicto en Colombia, Bogotá, Editorial Norma-Universidad Nacional de Colombia, 2006, 607 pags.


Este libro de múltiples autores está compuesto de un prólogo y cinco divisiones temáticas que reúnen, en total, trece ensayos. El grupo de autores lo constituye un personal destacado con reconocida trayectoria en el estudio de nuestra guerra o, si acudimos a la vacilación que contiene el libro mismo, nuestro conflicto. Según las áreas temáticas, hay un enorme esfuerzo exhaustivo porque se ha pretendido abordar el problema en todas las dimensiones posibles. Como bien lo advierte el interesante prólogo, cuyos responsables son los profesores Francisco Gutiérrez Sanín y Gonzalo Sánchez, no se trata de un libro que presente un consenso académico sobre un asunto tan polémico ; se trata más bien de un libro que reúne enfoques y afirmaciones diversos, pero todos unidos por una voluntad de rigor metodológico difícil de reprochar. El lector, por tanto, no encontrará un conjunto de conclusiones generales ; al contrario, su deber será llegar a sus propias conclusiones según los análisis que ofrecen estos ensayos. De todos modos, habrá que leer con minucia para encontrar entre este grupo de autores divergencias ostensibles porque, así no se lo hayan propuesto los autores y los editores de este libro, pueden detectarse algunas tendencias generales en la interpretación de « nuestra guerra sin nombre ».

Un aporte sustancial de este libro es que contiene el examen de aspectos que antes no habían sido objeto de análisis rigurosos ; eso significa, de una parte, que « nuestra guerra » ha adquirido en su trayecto nuevos rasgos que debían ser estudiados ; y , de otra, que los estudios sobre esos aspectos nuevos ya se han ido consolidando. Ese es el caso de los ensayos que constituyen la primera parte del libro, consagrada a lo que se denomina « la internacionalización de la guerra ». Diana Rojas se encarga de examinar el papel que ha ido cumpliendo Estados Unidos y demuestra que el influjo de este país ha ido creciendo tanto en lo que concierne a la definición del conflicto como en la aplicación de políticas ; la investigadora advierte que este país ha introducido una visión bastante simplista sobre todo en la calificación de las FARC como un grupo desideologizado y dedicado exclusivamente al tráfico ilegal de drogas. Según Rojas, « un desconocimiento de las motivaciones del carácter ideológico y político de estos grupos puede conducir a errores en la estrategia y a procesos fallidos de negociación ». Mientras tanto, Socorro Ramírez contribuye con dos ensayos : el primero se concentra en el análisis de la participación europea y el siguiente en lo que ella considera como « la ambigua regionalización » del conflicto. En su primer ensayo, queda claro que el aporte europeo es precario y más bien simbólico. Quizás haya faltado decir de manera más consistente que América latina para Europa es una región de poca importancia geoestratégica y que en las agendas de aquellos países el conflicto colombiano constituye, aparte de la singular preocupación francesa por el tema del secuestro, un asunto bastante marginal. Aun así, incentivar la presencia europea en un conflicto en que predomina, como ya lo explicó Diana Rojas, el simplismo norteamericano, parece indispensable. En su otro ensayo, la investigadora Ramírez demuestra, con estadísticas, que el conflicto colombiano ha permeado y degradado la vida pública en las fronteras con los países vecinos. Pero hay que matizar que Ramírez considera que esa « regionalización » del conflicto no puede adjudicársele a un supuesto desmadre sino a una dinámica más compleja en la que participan los conflictos internos de los países vecinos. Lo más visible, en todo caso, es que durante el ya largo régimen uribista se ha acentuado el aislamiento regional de Colombia debido a su absoluta inclinación pronorteamericana. Dicho de otro modo, Colombia se ha consolidado como bastión de la política de Estados Unidos en el sur de América y eso ha implicado, entre otras cosas, una separación de los proyectos de integración económica regional. El padrinazgo norteamericano ha dotado, sin duda, de soberbia las relaciones de Colombia con su vecindario.

La segunda parte del libro está dedicada al examen de los actores armados, de sus dinámicas y estrategias ; la inaugura un ensayo de Eduardo Pizarro Leongómez acerca de las FARC. Admitamos que es difícil leer al profesor Pizarro, porque es necesario hacer abstracción de su parábola académico-política y de las paradojas en que ha vivido inmerso. Es difícil ser un lector impasible de su obra, tan difícil como es ser ciudadano en esta loca historia de Colombia. Lo recuerdo desde sus tiempos de investigador en el centro de estudios sociales del partido comunista, cuando ya generaba polémicas y discrepancias fuertes por su caracterización de la democracia colombiana. Desde entonces lo veo y lo leo como un intelectual que siempre sostiene –y se sostiene en- posiciones muy difíciles. En el profesor Pizarro, y como puede suceder con muchos académicos en Colombia, es complicado saber cuándo no se piensa y escribe con el deseo. De todos modos, me parece que llega a una conclusión errónea en su ensayo ; es posible que con respecto a las FARC sí pueda hablarse de una actual etapa de retroceso y de un debilitamiento estratégico, pero no podría afirmarse lo mismo en el caso de los grupos paramilitares cuyo criticado proceso de paz no parece ser el fruto de una derrota de actores armados no estatales. Al contrario, parece ser el fruto de triunfos militares y políticos.

Los otros dos ensayos de esta parte están dedicados, el uno, a caracterizar al ELN ; el ensayo sirve para entender en qué condiciones puede llegar esa organización guerrillera a un eventual proceso de negociación ; según el profesor Mario Aguilera, se trata de una guerrilla militarmente débil pero políticamente con mayor capital que la misma guerrilla de las FARC. El siguiente ensayo hace parte de las necesarias novedades en el estudio de nuestra guerra, es un examen de lo que los autores denominan « la interacción entre los grupos paramilitares y el Estado colombiano ». Francisco Gutiérrez y Mauricio Barón se han apoyado para su análisis, entre otros instrumentos, en un trabajo de campo de tres años en el Magdalena medio central ; en entrevistas con paramilitares, con sus víctimas, con funcionarios del Estado y con políticos regionales. Los autores adoptan como punto de partida que es imposible explicar el paramilitarismo colombiano sin comprender cómo diversos actores, incluido el Estado, enfrentan el desafío de la guerrilla. En este ensayo se demuestra, por ejemplo, que los paramilitares han sido tanto aliados del Estado como enemigos del Estado. Cuando Gutiérrez y Barón hablan de la progresiva autonomización del paramilitarismo, a causa de sus vínculos indudables con el narcotráfico, parece que de manera implícita el Estado colombiano queda exonerado de esta problemática alianza. Ahora bien, queda claro que el fenómeno paramilitar encontró en el proceso de descentralización política y administrativa una fuente que lo ha alimentado sustancialmente.

Parece que en el tema de los paramilitares poco se ha avanzado en su examen sociohistórico ; el ensayo de Gutiérrez y Barón es una excelente aproximación que esboza problemas que merecen ser tratados con mayor detalle. Algunas de sus conclusiones son apenas obvias ; por ejemplo, decir que la interacción entre el Estado y los paramilitares ha sido ambigua no suena novedoso ni exacto. Tal vez sea preferible hablar de una relación de conveniencia, pragmática, con sus altibajos ; pero también podríamos encontrar que, aparte de las relaciones coyunturales basadas en el pragmatismo, también ha habido una doctrina paramilitarista difundida y puesta en práctica por agentes del mismo Estado. En este aspecto se ha avanzado muy poco, con excepción de las publicaciones del Cinep y los postulados o denuncias de la izquierda democrática, que han hecho énfasis en la existencia de un ideario paramilitar que ha justificado no solamente las relaciones coyunturales del Estado con grupos de autodefensas sino, y sobre todo, ha incentivado su creación. Y cuando hablamos de un examen sociohistórico no se trata solamente de elaborar una historia desde la década de 1960 para encontrar, entre otras cosas, los orígenes del adoctrinamiento paramilitar y contrainsurgente en Colombia. Sería quizás más interesante y productivo averiguar si por lo menos desde los orígenes del sistema republicano se cimentó una cultura paramilitar en que la existencia del ciudadano armado se volvió una costumbre.

Creo también que poco se ha dicho o se ha querido decir de la importación de ideologías mediante manuales y cursos de origen norteamericano y francés en la elaboración de esa doctrina contrainsurgente que implicó que la población civil fuera vinculada como víctima y como victimaria en un conflicto armado interno. Recientemente, más en los medios intelectuales europeos que latinoamericanos, se ha demostrado y difundido cómo los métodos aplicados por el ejército francés en la guerra de liberación nacional en Argelia fueron aplicados con rigor y dramática eficacia en la América del sur, sobre todo en la década de 1970 y, según los recientes descubrimientos de fosas comunes en Colombia, en las décadas de 1980 y 1990. En definitiva, el fenómeno del paramilitarismo apenas si comienza a ser evaluado con seriedad y da la impresión que los acontecimientos políticos actuales van más rápido que cualquier posibilidad de explicarlos.

La tercera parte, titulada « Estado, régimen político y guerra », comienza con un ensayo del profesor Luis Alberto Restrepo que parece exponer una angustia que se sintetiza de este modo y según sus propias palabras : entre el Estado colombiano y los insurgentes existe una asimetría estratégica favorable a los insurgentes. Para Restrepo, es apremiante que el Estado tenga una « duradera política » ante el conflicto armado que le permita afrontar de manera más coherente y contundente la relativa coherencia y duración de la estrategia de las FARC. Creo que en estilo académico, el profesor Restrepo repite lo que muchos dicen –o decimos- con términos extraídos del sentido común : a situaciones excepcionales, las soluciones también deben ser excepcionales. Una democracia representativa, por tanto, resulta demasiado vulnerable para afrontar los retos de una insurgencia armada disciplinada y duradera. Conclusión no dicha por el autor del ensayo pero fácil de extraer para el lector. A la hora de los vaticinios, Restrepo es mucho menos optimista que Eduardo Pizarro ; mientras éste sostiene que la prolongación del conflicto armado va en contra de los insurgentes, aquel afirma que « en la medida en que el conflicto se prolonga, el tiempo favorece a los insurgentes ».

Los dos ensayos siguientes se inclinan por un análisis histórico de lo que ha sido, de una parte, la evolución del conflicto en el marco del proceso de descentralización y de las consecuentes disputas del poder político local ; y, de otra, en el caso del ensayo de Andrés López Restrepo, de los efectos del narcotráfico en la vida colombiana de las tres últimas décadas. En mi opinión, estos dos ensayos tienen en común la omisión de algunos antecedentes históricos que podrían darle una perspectiva comparada a sus análisis ; intuyo que pueden hallarse algunas semejanzas en el proceso de descentralización administrativa, política y fiscal que incentivaron las élites liberales en la segunda mitad del siglo XIX y la volatilidad de la vida pública local de las últimas tres décadas ; en el siglo XIX, las luchas eleccionarias, las sublevaciones armadas, la emergencia de una nueva élite acaparadora de tierras y de circuitos comerciales tuvo mucho que ver con esa política descentralizadora. Me parece que la comparación histórica está lejos de ser ociosa. No sé, además, por qué no se tiene en cuenta la desaparición del café como el principal cultivo de exportación. Mejor dicho, por qué no se quiere o puede afirmar que el fracaso de una élite y de una economía basada en el monocultivo y la agroexportación hizo parte de los factores que facilitaron la emergencia del contrabando, el narcotráfico y otras formas de economía ilegal. Es probable que el narcotráfico sea más el síntoma revelador de un fracaso en la construcción del Estado nacional que la causa de todos los males contemporáneos. Mejor dicho, la pregunta que hace parte del título de uno de los últimos ensayos del libro es aplicable a lo que nos ha presentado el profesor López Restrepo : « quién ha hecho a quién ? » Ahora bien, si se ha pretendido mostrar cuáles son las condiciones que han favorecido la expansión de actividades ilegales, incluidos el narcotráfico y la violencia política, como lo anuncia López Restrepo, pienso que hay que incluir el peso de las políticas neoliberales. Una ética neoliberal es inseparable del funcionamiento de las economías ilegales ; el narco-paramilitarismo hace parte del menú de opciones en la reivindicación de un Estado ausente que deja todo en manos del libre juego del mercado y de la iniciativa individual. El narcotráfico, palabras más o menos, es neoliberalismo puro.

El ensayo que cierra esta parte del libro no me parece tan atractivo ; Jonathan Di John se dedica a demostrar que en el caso de Colombia no es aplicable la idea de que la abundancia de recursos minerales aumenta la probabilidad de violencia política ; tal vez lo interesante de este estudio sea la perspectiva comparada con otros países que permite poner en su justa dimensión nuestro conflicto que, al final, y es lo insípido de este ensayo, queda caracterizado por la vía de la negación : no es la abundancia de minerales lo que pueda tomarse como causa del conflicto armado colombiano, eso es todo lo que logra decirnos el autor.

Las dos últimas partes me parecen tanteos analíticos, primeros pasos en el uso y en la interpretación de prolijas bases de datos. Leyendo no solamente los aportes de los investigadores del IEPRI, al simple lector le puede quedar la sensación de que comenzamos a saturarnos de bases de datos que necesitan ser examinadas con lupa. Por ejemplo, creo que las bases de datos del CINEP caminan por un lado muy diferente de las del IEPRI (menos mal, dirán algunos). Tal vez se vuelva necesario, por metodología, exponer desde un principio las especificidades y diferencias de cada base de datos. Hay que reconocer, además, que la materia de esas bases de datos es bastante lúgubre : homicidios y homicidas de múltiple espectro. Gutiérrez Sanín nos hace una dura advertencia : la borrosa distinción entre homicidio político y no político. La respuesta tentativa a ese dilema no es menos grave : si la organización se autodefine como política sus actividades son políticas. Otras afirmaciones de Gutiérrez dan rienda suelta a muchas elucubraciones ; él dice : « Colombia es uno de los pocos países del mundo donde ha habido una coexistencia estable entre conflicto armado y democracia ». Qué podemos colegir de esta afirmación : Que el conflicto armado ha sido funcional a un tipo de democracia representativa ? Que ganar elecciones ha sido parte inherente de las actividades de grupos armados en aras de garantizar controles locales ? Que entre armas y votos ha habido una relación de reciprocidad en la historia de la democracia colombiana ?

La última parte la compone un único ensayo, escrito por Ricardo Peñaranda, que examina el papel de la población civil sobre todo en actividades de resistencia contra los diferentes actores armados, pero se concentra especialmente en la capacidad de movilización de las comunidades indígenas de la región caucana, donde constata el autor que la distancia entre las comunidades indígenas y la guerrilla de las FARC es enorme.
Este libro, en definitiva, sirve para ponerse al día en la evaluación de nuestra guerra ; sirve para saber cuál es la modulación académica en la interpretación de esa guerra ; para saber cuáles son los énfasis y matices explicativos de la comunidad académica que terminó por especializarse en el análisis de la peculiar condición de la vida pública colombiana. Nuestra guerra o nuestro conflicto o nuestra violencia pronto dará para preparar diccionarios biográficos, bancos de datos prosopográficos (que ya hacen parte del instrumental de los expertos) y enciclopedias temáticas. Tal vez entre comprenderla, banalizarla y popularizarla haya pocas diferencias ; pero, en todo caso, una guerra tan prolongada y que parece ocupar espacios de la vida pública y de la vida privada tan variados va a exigir estudios aún más específicos. El elemento audiovisual, por ejemplo, parece todavía soslayado; quizás acogiendo algunas de las insistencias del profesor Jesús Martín-Barbero, hay que hacer una historia de la relación entre nuestra guerra y la evolución de los medios de comunicación audiovisuales ; el estudio de la evolución en el control de territorios y en la tenencia de la tierra, cuya consecuencia más ostensible y trágica es el desplazamiento forzoso, es un gran ausente de este libro. El estudio ideológico de las élites políticas que se han formado y consolidado en los últimos cuarenta años es otro gran silencio académico ; por otro lado, el perfil ideológico y socioeconómico de los fundadores y dirigentes de los grupos paramilitares apenas comienza a insinuarse. Nuestra guerra, que no tiene nombre, es una guerra explicable aunque no del todo explicada.

viernes, 8 de octubre de 2010

Pintado en la Pared no.39 (bis) - Mamotreto biográfico de político conservador

Parte final de la reseña del libro de César Augusto Ayala Diago, El porvenir del pasado: Gilberto Alzate Avendaño, sensibilidad leoparda y democracia. La derecha colombiana de los años treinta. Bogotá, Fundación Gilberto Alzate Avendaño-Gobernación de Caldas-Universidad Nacional de Colombia, 2007, 559 pags.
Por: Gilberto Loaiza Cano.
PARTE FINAL
Este libro de Ayala Diago y otro también reciente de Ricardo Arias han puesto a circular una postergada historiografía del conservatismo en Colombia. Ese esfuerzo ha implicado ponernos a pensar cómo una ideología fundada en la tradición y el pasado intentó adaptarse a procesos modernos; cómo una ideología autoritaria, surgida de un ideal de sociedad jerarquizada, podía y debía pensar en los retos de la sociedad moderna de masas, de una sociedad que se urbanizaba y que de algún modo escapaba de la sempiterna influencia de la Iglesia católica. ¿Cómo sincronizar el reloj del pasado con una revaluación de la idea de democracia que no podía ser la misma del liberalismo ni la del socialismo? ¿Cómo actualizar el conservatismo y cómo convertirlo, además, en ideología del porvenir? Creo que esta obra se ha concentrado en describirnos minuciosamente de qué se nutrió la juventud conservadora que nació con el siglo veinte para competir con el inquietante comunismo y con el cada vez más consolidado liberalismo.

Ayala Diago comparte con otros autores en América latina el uso, no bien anunciado, de la palabra sensibilidad cuyos antecedentes más genuinos parecen hallarse en la obra de José Luis Romero. Vaya uno a saber qué otros antecedentes sibilinos amparan estas modas en la terminología; el caso es que puede haber mayor deuda con la historiografía argentina; por ejemplo, Ricardo Pasolini acaba de publicar en Argentina un libro acerca la cultura antifascista en ese país y en el comienzo del título de su obra dice El nacimiento de una sensibilidad política. En nuestro autor se va entendiendo, a medida que desbrozamos los densos párrafos, que la sensibilidad leoparda era una particular percepción del ejercicio de la política, una particular percepción del sentido de la democracia, una particular auto-representación pública de un grupo muy caracterizado de hombres de la vida intelectual y política colombiana. Pero esa sensibilidad de los denominados Leopardos fue, en buena medida, el modo de sentir, de vivir la política (no estamos lejos de entender el ejercicio de la política como una virtud o como una pasión) de quienes en su proceso de formación intelectual se enfrentaron a problemas afines y coincidieron en la manera de afrontarlos. En todo caso, la palabra sensibilidad no deja de ser arriesgada, a no ser que se trate de admitir que nuestra vida pública ha estado regida por el desorden de los afectos y pasiones, que nuestros líderes se han dejado arrastrar más por sentimientos que por razones. En ese sentido, la palabra puede ser muy exacta.

A pesar de lo intimidante y frondoso, el libro de Ayala Diago es apasionante. Creo que sale bien librado, en términos generales, en la reconstrucción de un proceso de transición de la cultura política colombiana. El historiador nos ha ofrecido un vasto panorama de la evolución en el ejercicio de la política en Colombia; el establecimiento de nuevos paradigmas ideológicos, entre ellos principalmente el fascismo y el socialismo. La complejidad y la intensidad de la vida pública que acaparó la vida cotidiana de las gentes. Los ritos o rituales –los términos no están bien discernidos en esta obra- de exhibición del conservatismo guardan una similitud con las costumbres cívicas y demostrativas del catolicismo ultramontano de la segunda mitad del diecinueve. Aunque Ayala ignore o desestime eso, su libro tiene la virtud de mostrarnos cómo los hombres de la política fueron apelando a otras formas, digamos modernas, de persuasión política; otras formas de representarse y exhibirse que tenían que sincronizar con las innovaciones tecnológicas. El político de sensibilidad leoparda compartía con los de otras sensibilidades de la época su apego a la palabra, su afán por construir un edificio retórico. Todos ellos habían estudiado en sus años de colegiales retórica argumentativa y habían recibido lecciones de lógica y gramática. La escritura diaria de la política, cuyo escenario básico fue el periódico, fue una de las principales ocupaciones y preocupaciones de quienes eran, al fin y al cabo, herederos de los políticos letrados del siglo precedente.

El autor acierta a medias cuando advierte que una de las preocupaciones fundamentales de los jóvenes políticos que nacieron con el siglo veinte fue la búsqueda de un héroe, de un líder, de un guía, de un apóstol. Esa fue una obsesión que invadió de manera indistinta a la juventud liberal y conservadora; fue algo así como la enunciación del trauma de una generación escéptica y huérfana de ideales que, tratando de hallar una utopía, apelaba a la búsqueda de un ideal político y religioso de alguien que pudiera ser el hombre que los sacara de la incertidumbre, del vacío de ideales que los distinguió en una etapa juvenil de sus vidas. Los liberales parece que hallaron el hombre portador del carisma aglutinador de una multitud pluriclasista en Jorge Eliécer Gaitan. La parábola conservadora parece, en contraste, más complicada. La perplejidad de la derrota y el afán de exhibición política de los nuevos oficiantes del conservatismo hicieron muy difícil la aparición de un líder incontrovertible. Además, era una generación que se encontró al frente con la literal monstruosidad de Laureano Gómez. Pero, en fin, el mesianismo, elemento religioso en esencia, estuvo presente en la voluntad movilizadora de los políticos leopardos. Mis dudas al respecto tienen que ver con la influencia que le adjudica al pensamiento reaccionario de Carl Schmitt; pienso que con o sin él, la generación leoparda participaba de un malestar general de la cultura (no es gratuito este parafraseo de una obra de Freud) que sólo podía encontrar solución en la figura de un guía. A esto lo llamaría el joven y lúcido Luis Tejada, “derrumbe de los altares”; Emilio Durkheim lo denominaría “crisis de la conciencia religiosa” que, en Europa, tuvo un sello más finisecular.

El historiador Ayala Diago nos ha mostrado cómo la política colombiana tuvo trascendencia desde la provincia; desde una ciudad incipiente y a la vez enigmática como Manizales. Sin embargo, el autor nos debe una explicación que nos permita entender qué hubo en esa ciudad en la primera mitad del siglo XX para que le diera origen a una pléyade de líderes políticos con figuración nacional. Bastión católico, prolongación del ultramontanismo antioqueño; una ciudad producto de una colonización reciente cuya élite se obsesionó por inventar una tradición. ¿Qué pudo haber, me pregunto, de afín entre el ascenso de la burguesía cafetera y la consolidación de una élite del pensamiento y la acción fascistas en Colombia? Creo que la reconstrucción de la biografía de Alzate Avendaño es buen pretexto para ocuparse de estos interrogantes. Hay otras deudas visibles en esta incursión en el género biográfico; nos preguntamos por qué el autor no se detuvo en recrearnos los antecedentes familiares de Alzate Avendaño, por qué despreció el peso de la tradición política de la familia, de los vínculos de sus padres con tal o cual tendencia política y, en últimas, con tal o cual cultura política que estaba indefectiblemente atada al siglo XIX. Alzate Avendaño -ni nadie- no puede salir de la nada, sale de una cultura política, la prolonga o la transgrede. Esa ausencia es deplorable en esta parte de su obra. Es posible que Ayala Diago sólo haya querido concentrarse en la biografía de un hombre público, arrancado de cualquier determinación proveniente de su esfera privada, pero aun así no deja de ser una omisión difícil de entender. También flotan entre la ambigüedad y la contradicción afirmaciones como el supuesto afrancesamiento intelectual de los leopardos, pero que el mismo autor desvirtúa con el ejemplo de la influencia de la obra del filósofo español José Ortega y Gasset.

Estamos ante innovaciones y propuestas de la escritura de la historia que no pueden pasar inadvertidas en la evolución de una disciplina cuya profesionalización en Colombia es desigual. Esta solitaria aventura colosal contrasta con las propensiones minimalistas de lo que podemos llamar la investigación histórica en Colombia hoy en día. Estamos ante una forma de historia total, totalizante -en el mejor sentido braudeliano- en el universo de la política. Esta biografía es un signo de varias rupturas y tiene mucho de innovador tanto en la evolución individual de un historiador como en lo que conocemos hasta ahora como ejercicio general de la escritura de la historia – y sobre todo de la historia política- en Colombia. Ya decíamos que en este caso el historiador ha abandonado su concentración excesiva y obsesiva en los movimientos de oposición del Frente Nacional, materia de sus tres libros previos. Aquí se ha dedicado a reconstruir, mediante el seguimiento de la vida de un político, el funcionamiento, la geografía política e intelectual de la derecha colombiana y, quizás más, nos ha ido reconstruyendo una historia de la cultura política colombiana de la primera mitad del siglo veinte. Estaríamos, como lo hizo Marcel Proust de manera memorable en la novela, ante una catedral en construcción. No olvidemos que se trata de una trilogía anunciada, algo que también es ruptura con la costumbre; si, no es costumbre escribir trilogías –menos de carácter biográfico- ni anunciarlas sin haberlas escrito. Arriesgada apuesta por parte del autor. Como toda innovación o ruptura, habrá un amplio margen para la polémica, para la incomprensión e incluso para el desprecio. En la trayectoria del historiador Ayala Diago nada de eso le ha sido ajeno.

domingo, 3 de octubre de 2010

Pintado en la Pared No. 39-Mamotreto biográfico de político conservador


Reseña del libro de César Augusto Ayala Diago, El porvenir del pasado: Gilberto Alzate Avendaño, sensibilidad leoparda y democracia. La derecha colombiana de los años treinta. Bogotá, Fundación Gilberto Alzate Avendaño-Gobernación de Caldas-Universidad Nacional de Colombia, 2007, 559 pags.

Por: Gilberto Loaiza Cano.
PRIMERA PARTE

Desde que conozco al profesor Ayala Diago, en 1982, cuando él enseñaba en la Universidad del Quindío y yo todavía no tenía edad de cédula de ciudadanía, ya lo veía elaborando fichas de lectura acerca de Getulio Vargas y el Estado Novo en Brasil. Quizás desde antes, ya se había entregado a la misión de escribir la historia de los populismos frustrados en la Colombia del siglo XX. Desde entonces, ha recorrido un larguísimo y prolífico camino en la construcción de una línea muy definida en la interpretación de la historia política colombiana; han sido más de veinticinco años, cuatro libros, la enseñanza de la historia en universidades de Armenia, Popayán, Bucaramanga, Bogotá; una estadía en Brasil y una relación muy fecunda con colegas de varios países. Tanto ha sido su compromiso con su forma de entender y reconstruir la vida pública colombiana que terminó hace poco una maestría en Lingüística con el fin de dotar de mayor refinamiento interpretativo su constante análisis de los discursos de los agentes y medios de difusión de la política. También hay que agregar la voluminosa y paciente acumulación de testimonios de historia oral que permite pensar que Ayala Diago es quizás el historiador colombiano que mejor conoce el personal político de la segunda mitad de nuestro siglo XX. Sospecho, con algo de ironía y mucho de sinceridad, que Ayala acumula la suficiente información –y más- para escribir una especie de diccionario de la política colombiana del siglo precedente. Su trayectoria, en fin, revela una laboriosa artesanía intelectual, un compromiso con un oficio que exige, ante todo, una indoblegable paciencia, una irredimible voluntad de persistir.

Todo ese tiempo y todo ese esfuerzo han ido perfilando una personalidad ya bien definida. Ayala Diago ha insistido en escribir un tipo de historia política ceñida a una temporalidad y unos problemas más o menos precisos: sus tres primeros libros se han detenido principalmente en los movimientos de oposición al Frente Nacional, pero esta última obra señala un cambio significativo porque arranca desde inicios del siglo veinte. Sin embargo, ha hecho prevalecer sin concesiones una muy particular concepción del ejercicio narrativo de la historia. Todo lo ha hecho sin muchas pretensiones teóricas; le ha preocupado poco escribir exordios conceptuales y no es fácil hallar en sus obras unas definiciones categóricas o explícitas de, por ejemplo, el fenómeno populista, aunque esa sea la materia prima en muchos de sus estudios. El ha preferido un camino más descriptivo, como si pretendiera dejar que los hechos y los individuos hablen por sí solos, según propósito de una muy vieja escuela historiográfica. El ha preferido introducir al lector en el microcosmos del funcionamiento cotidiano de un movimiento político, como si se tratara de elaborar un diario o una memoria. Como si se tratara, siguiendo a uno de sus autores tutelares –Clifford Geertz- de introducirnos en una densa descripción del entramado cultural de una comunidad política. Tampoco hay que despreciar que Ayala Diago es un juicioso lector de la obra de Mijail Bajtin y parece que su noción de polifonía no sólo la ha puesto en práctica en su manera de escudriñar las voces diversas de la política, sino además en la representación de esas voces en la composición narrativa. El resultado es una historia política profusamente documental y documentada, y tal vez demasiado sostenida por la estructura superficial de los discursos que contrapuntean en las publicaciones periódicas. Lo que dice o deja de decir la prensa; lo que dice o deja de decir tal o cual protagonista o testigo en una entrevista se convirtieron en las principales y casi exclusivas fuentes documentales de sus libros. Ese rasgo es determinante y decisivo en su obra y también puede verse como su más ostensible defecto. Pero, de todos modos, ese culto al detalle y a la minucia; esa apelación obsesiva al testimonio; la constante introducción de las voces de los protagonistas; esa ilusión de cercanía (es eso, tan sólo una ilusión) constituyen, a mi modo de ver, uno de los rasgos más evidentes y definitorios de lo que ha sido para Ayala Diago la escritura de la historia política.

Esa manía descriptiva ha brindado resultados verdaderamente mamotréticos e intimidantes; sus libros, sobre todo este último, son un verdadero reto incluso para lectores acostumbrados a faenas de largo aliento ante volúmenes farragosos. El porvenir del pasado es apenas el primer tomo de una trilogía anunciada. Es decir, el autor nos advierte que el estudio de la trayectoria del político conservador Gilberto Alzate Avendaño (1910-1960) va a ser asunto que superará, muy probablemente, las mil quinientas páginas. De hecho, el primero tomo es un minucioso relato de casi setecientas paginas (el tamaño microscópico de la letra permitió reducir el asunto a poco más de quinientas, algo que el lector no podrá agradecer jamás) que tan sólo reconstruye lo que va de 1910 a 1939. El espíritu de síntesis explicativa todavía no ha invadido al profesor Ayala Diago, pero nos queda la esperanza de que el proceso largo y lento de madurez por el que ha caminado le ofrezca un momento de solaz para dedicarse a ver el paisaje. Me parece una necesidad obvia de un investigador en las ciencias humanas detenerse a sistematizar y definir categorías. Ese momento se lo deseamos y esperamos que él mismo se lo haya propuesto.

Esa especie de renovado positivismo en la narración histórica está mezclado con un compromiso que el autor no oculta. Uno de sus libros está dedicado a aquellos que resistieron a la implantación del Frente Nacional. Toda su gran obra se ha concentrado en las disidencias políticas que han querido zafarse de los partidos tradicionales e incluso del partido comunista. Ayala Diago ha preferido seguirles la pista a aquellos políticos e intelectuales que han intentado fundar y sostener proyectos de organización política opuestos al bipartidismo; a aquellos que han enunciado un socialismo heterodoxo con nociones de la democracia mucho más amplias y más elaboradas que las reducidas nociones de las dirigencias liberal y conservadora, y de la dirigencia comunista engolosinada con su rígido marxismo-leninismo. Con este último libro, Ayala se ha afirmado en un espectro temático que desafía la predominante historiografía liberal que ha dejado marcas difíciles de borrar a la hora de reconstituir el paisaje complejo de nuestra historia política. En El porvenir del pasado, el autor introduce con lujo de detalles una historiografía de las derechas en Colombia, de las expresiones del nacionalismo católico y fascista, del populismo conservador. Nos ha puesto a pensar seriamente en la cultura política conservadora que la historiografía colombiana predominantemente liberal nos había hecho olvidar.

Tal aporte no es baladí. Poco nos hemos detenido a pensar en el enorme lugar común que nos ha preparado, como una celada, aquella historiografía que ha hecho comenzar la historia de nuestra presunta modernidad con las reformas liberales de la mitad del siglo XIX, una historia que terminaba con la derrota del proyecto modernizador liberal en el ascenso de la Regeneración. Esa forma angosta de ver nuestra historia nos había hecho creer que la dirigencia liberal era portadora, de manera incontrovertible, de un proyecto político más democrático e igualitario; que su ideal modernizador en la economía, que se plasmaba en el librecambio, armonizaba con la difusión y puesta en práctica de libertades civiles y con la secularización de la vida pública en que la Iglesia católica ocupaba un puesto privilegiado. Pero resulta que nuestra historia, vista de otro modo, también puede mostrar que las elites liberales colombianas fueron portadoras de un aristocratismo político y social que les dificultó, desde 1830 hasta hoy, unas relaciones orgánicas y armoniosas con los sectores populares.

En lo que respecta al siglo XIX, la historia está por reescribirse. El partido católico en Colombia fue mucho más precoz en su organización que el partido liberal; los ideólogos de un ideal de república católica fueron más consistentes y perseverantes que los vacilantes ideólogos liberales. Las obras de José Manuel Groot, Sergio Arboleda, José María Vergara y Vergara, Manuel María Madiedo, José Eusebio Caro y José Joaquín Borda, todavía mal estudiadas, fueron más densas y sistemáticas que las de los políticos liberales y, además, salvo la de Madiedo, fabricaron una versión unánime y compacta de un conservatismo hirsuto, hispanista, jesuítico e intolerante ante cualquier asomo de modernidad liberal. Su ideal de república tenía que apoyarse en la Iglesia católica, su ideal de nación no podía formularse por fuera de la tradición religiosa católica, sus relaciones con los sectores populares eran inseparables de las prácticas de las virtudes teologales, era el “verdadero comunismo” de las palabras del Evangelio el que debía oponerse a la avanzada del novedoso y peligroso socialismo. Los sectores artesanales fueron más proclives a hacer alianzas con el partido conservador que con los miembros del Olimpo radical. El mismo asesinato de Rafael Uribe Uribe, en 1914, a manos de unos artesanos ebrios y desmoralizados, puede ser visto como el corolario de las malas relaciones entre la élite liberal y los sectores populares que nunca supo representar. Por eso, es más exacto ver los primeros decenios del siglo veinte como una lucha por la reconquista liberal del pueblo, una afanosa competencia por recomponer unas malas relaciones seculares; algo que nos permitiría entender por qué del liberalismo se desgajaron algunas disidencias socialistas y por qué el advenimiento de individuos que, como Jorge Eliécer Gaitán, iban a ser los agentes de condensación de la creciente movilización urbana que sobrevino con el nuevo siglo.

Para el partido conservador, las relaciones con los sectores populares tampoco fueron fáciles, así buena parte de las prácticas mutualistas de los artesanos hayan contado con la tutela de la dirigencia conservadora o de la jerarquía eclesiástica. La Regeneración y la hegemonía conservadora difundieron una restringida noción de democracia y un juicio muy adverso sobre los sectores populares. Algunos mítines urbanos de fines del siglo XIX fueron la reacción indignada de un populacho que se sentía menospreciado por los heraldos de la caridad cristiana. La emergencia de un movimiento obrero, la difusión de nuevas ideologías, las influencias de la revolución mexicana y de la revolución rusa fueron elementos difíciles de digerir para la dirigencia conservadora que, anclada en los esquemas patriarcales del siglo XIX, no supo atender la creciente puesta en escena de lo que iba a conocerse como la cuestión social. Los cambios sociales del siglo veinte iban a poner en crisis las culturas políticas del liberalismo y del conservatismo. Y aunque siguieran arrastrando por mucho tiempo algunos elementos engendrados en la centuria antepasada, era inevitable la búsqueda de sintonía con las demandas de nuevas modalidades de movilización y organización política.

El libro de César Ayala Diago no ignora completamente el peso de la tradición proveniente del siglo XIX sobre la dirigencia política liberal y conservadora que se forjó en el siglo siguiente. Sin embargo, incurre en afirmaciones absolutas e inexactas. “En Colombia, afirma el autor, históricamente no se trasladaban las personas de un partido a otro”; esta es una afirmación muy desatenta. El mismo ha demostrado en varias de sus obras que el personal político del veinte fue tan elástico, tan nómada, como el del diecinueve. En la cúspide y en la base, el personal político colombiano ha sido volátil, huidizo en sus identidades; las razones pueden oscilar entre las de índole puramente doctrinaria y aquellas afianzadas en el más evidente pragmatismo. Ahora bien, hay que reconocer que el autor ha sabido mostrarnos lo que podríamos llamar la problemática de la adaptación, la tensión entre la inercia del conservatismo esclerotizado del siglo XIX y las nuevas exigencias de un mundo social que se vuelve multitudinario y complejo; el diálogo con la nueva situación dará origen a lo que el autor llama una nueva sensibilidad conservadora. Una sensibilidad de orden generacional, es decir, un grupo intelectual y político en ascenso que define su personalidad en el choque con grupos de intelectuales y políticos tradicionales y consolidados. Jóvenes que se autoerigen en portavoces de la modernización de un partido que vive en un estado inercial. Es la generación que le tocaría administrar la derrota, la caída de la larga hegemonía conservadora, y que tuvo que pensar en modernizar doctrinariamente y organizativamente a su partido. Es la generación encargada de diseñar o imaginar las vías del retorno al poder en medio del triunfo liberal; la que pondría a prueba las consignas de la abstención electoral; la que enjuiciaría los principios de la democracia representativa y, al mismo tiempo, iniciaría una democratización de la estructura de su partido. Pero, aún más interesante, Ayala Diago nos ha expuesto cómo se fue construyendo el nuevo armazón ideológico de un partido cuya esencia proviene del pasado. Eso implicó no solamente acudir a las enseñanzas reaccionarias europeas por vía del fascismo o del falangismo o de la Acción Francesa. También implicó rediseñar el papel de la Iglesia católica. En tal sentido, los jóvenes conservadores a los que perteneció Alzate Avendaño se preocuparon por reestablecer la relación orgánica con el pensamiento y la acción sociales de la Iglesia católica; restituyeron y reelaboraron la capacidad movilizadora de esa institución, sobre todo en el frente de la caridad. Allí, en el catolicismo social, me parece a mí y creo que también al profesor Ayala, se encuentra la matriz del populismo conservador que vislumbraron los nuevos grupos dirigentes del conservatismo colombiano.

Tal vez porque no se detiene en los antecedentes o en las conexiones provenientes de lo que había sido la política colombiana durante el siglo XIX, el autor no puede entender que las nuevas generaciones políticas del siglo siguiente reproducen, muchas veces a su pesar, consignas y preocupaciones que la dirigencia liberal y conservadora se había venido planteando. Por ejemplo, la preocupación por la multitud, por el lugar del pueblo en la política, las definiciones racistas y aristocráticas de la democracia tuvieron cimiento en los debates de la centuria del XIX. El hispanismo fue un producto bien elaborado desde la década de 1860 y lo que hicieron los fascistas y falangistas del decenio de 1930 fue adecuarlo a la nueva circunstancia con el aporte, claro, de otros elementos. La lectura del Ariel de Rodó, compartida por liberales y conservadores, no puede separarse, por ejemplo, de la aparición de Idola fori, de Carlos Arturo Torres, publicada en 1909. En estas y otras obras están expuestas, más allá de lo que el autor aprecia como un mensaje anti-norteamericano, unas nociones de democracia que reivindicaban el papel tutor de una aristocracia letrada que tenía que sentirse superior en sociedades todavía rurales y atrasadas. El pesimismo racial sobre el pueblo era compatible con una justificación del papel de guía del individuo ilustrado. Es decir, las lecturas de las obras de José Enrique Rodó, de Ernesto Renan, el racismo de autores como Gobineau, debieron haber estado más relacionadas con la preparación de un sentido de democracia que legitimara la clase media urbana emergente, a la que pertenecía Alzate Avendaño, y que sólo podía y pudo lograr preeminencia mediante los espacios de la meritocracia.
FIN PRIMERA PARTE

domingo, 26 de septiembre de 2010

Pintado en la Pared No. 38-Caridad, pobreza y catolicismo en la historia de Colombia

Reseña del libro de Beatriz Castro Carvajal, Caridad y beneficencia. El tratamiento de la pobreza en Colombia, 1870-1930, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2007, 351 pags.

Por: Gilberto Loaiza Cano

La profesora Beatriz Castro Carvajal nos ha mostrado a lo largo de los seis capítulos de esta obra un panorama de lo que fue la pobreza y las principales formas de ayuda institucional y privada que se utilizaron, en Colombia, entre 1870 y 1930. Con un acervo amplio de fuentes primarias, tanto manuscritas como impresas, Castro Carvajal examina la pobreza estructural en un periodo de conflictos partidistas, de debates entre el Estado y la Iglesia católica, de relativos procesos de urbanización y modernización. Su libro es pionero por la visión general que presenta para un lapso temporal considerable y significativo en la vida pública colombiana; la autora comienza en 1870, cuando el reformismo liberal radical depositó buena parte de sus esperanzas modernizadoras en la implantación de un sistema nacional escolar; atraviesa el ascenso de la Regeneración y las primeras décadas del siglo XX que se distinguieron por un proceso de urbanización y de industrialización en algunas regiones; por la formación del movimiento obrero; por la crisis, no solo nacional, del liberalismo; y por la aparición, así hubiese sido efímera, de los partidos socialistas.

En los dos primeros capítulos, la autora nos presenta un panorama general de la pobreza y luego examina, “en términos semánticos”, las categorías de pobres. Es interesante, en su examen comparativo, que concluya que la pobreza estructural colombiana, como la de otros países latinoamericanos, ha sido diferente a la de Europa; también es esclarecedor su análisis acerca de cómo eran percibidos los pobres dentro de la sociedad y cómo en esa categorización ha podido existir la imagen del “pobre ideal” proyectada por el trabajador sobrio y ahorrador. El pobre como una categoría social dentro de lo popular me parece un matiz explicativo muy acertado. En el capítulo tercero hay un detenido examen de los antecedentes coloniales sobre la existencia de hospitales, orfanatos y hospicios. Creo que en este capítulo se precisa y justifica el hecho de haber tomado el año 1870 como el momento inicial de una tentativa de ayuda institucional sistemática en Colombia. Podría entenderse que la ayuda institucional fue la concreción de la noción liberal de filantropía, atacada entonces por los ideólogos conservadores; una ayuda mediada por instituciones en que la visita domiciliaria era elemento ausente. El capítulo cuarto está dedicado a analizar el origen y los alcances de la ayuda domiciliaria que, al parecer, tiene relación directa con la implantación de una asociación católica de origen francés, las conferencias de San Vicente de Paúl, cuya llegada al país se remonta a 1857. La autora ha explicado en esta parte la importancia de la visita a domicilio como un mecanismo que permitió, afirma ella, “crear vínculos personales estrechos con los grupos bajo atención” (p.177). El capítulo siguiente es una aproximación histórica a las prácticas de auxilio mutuo en el mundo artesanal y obrero; para Castro Carvajal estas prácticas también tienen su inicio en 1870 y señala como momento de auge la década de 1920. Y el capítulo final es una especie de síntesis en que compara los logros de la beneficencia estatal con los de la asistencia privada. Uno de sus interesantes hallazgos tiene que ver con el amplio espectro de ayuda a los pobres durante la Regeneración que va más allá de la intervención de la Iglesia católica.

Este trabajo, en últimas, demuestra las limitaciones de la beneficencia estatal en Colombia y la importancia creciente que adquirió la caridad privada gracias a un activismo más variado y a la intervención de un personal que no fue exclusivamente la elite conservadora y paternalista. El libro tiene la virtud de presentar, en cada capítulo, una explicación sustentada en antecedentes históricos que, en varios casos, se remontan al periodo del dominio colonial español. También se apoya en datos estadísticos sobre la población colombiana en diversos periodos; en inventarios de hospitales, escuelas, asociaciones de ayuda mutua, en fin. Todo esto hace de esta de obra un punto de referencia insoslayable para otros investigadores.

Ahora bien, quizás haya sido mejor que cada capítulo tuviera sus propias conclusiones, pero eso lo subsana en parte las conclusiones generales. La autora pudo haber acudido a algunas fuentes más representativas para su ejercicio de reconstrucción histórica; constato, por ejemplo, la ausencia notoria del periódico La Caridad que existió, con algunas interrupciones, entre 1864 y 1890 (la profesora Castro sólo hace referencia a un periódico con el mismo título de 1905). No hay que olvidar que La Caridad fue el principal órgano de la conferencia de San Vicente de Paúl, en Bogotá, y que su popularidad le permitió darse el lujo de contribuir a financiar las actividades de esa asociación, algo poco común en la prensa colombiana del siglo XIX. También es una ausencia ostensible el periódico La Sociedad, de Medellín, que entre 1872 y 1876 fue el difusor de las actividades caritativas de la elite conservadora antioqueña. Ambos periódicos fueron el vehículo de algunos debates sustanciales en torno al papel de la Iglesia católica y el laicado conservador en el frente caritativo; también fueron voceros de un catolicismo intransigente que censuró de manera sistemática la aparición de novedades bibliográficas consideradas impías. En ellos, como también en El Catolicismo, hubo un desarrollo bastante amplio de la discusión en torno a las diferencias entre la caridad y la filantropía, algo que la autora examina en su obra.

Precisamente, el debate entre caridad y filantropía tuvo, en la prensa de la época, mayores matices y tiene una conexión muy estrecha con el recurso eficaz de la visita domiciliaria. La caridad cristiana se entendía, para los ideólogos conservadores, como una superación doctrinaria y práctica de la filantropía. Mientras la caridad cristiana tenía un sustento divino que le otorgaba, según esa reflexión, una base moral mucho más sólida, la filantropía era un frío recurso de liberales y masones que no estaban interesados en el contacto cotidiano y directo con los pobres; además, he ahí lo más importante, no tenía ninguna trascendencia religiosa, era simplemente un acto racional del hombre con el hombre. Por eso, la visita domiciliaria era, al tiempo, una expresión del contacto directo del rico con el pobre; una visita religiosa con el fin de lograr, además, un control doctrinario, confesional, sobre la población y una expresión del dominio paternal de la elite conservadora. Era, en resumen, la demostración de la superioridad de la religión católica en la vida pública. Precisemos de paso que los argumentos de la Iglesia católica y los laicos conservadores pueden leerse, por ejemplo, en: La Caridad, Bogotá, n° 1, 25 de mayo de 1871, p. 1; « Filosofía religiosa. De la caridad y de la filantropía », El Catolicismo, Bogotá, n° 58, 1° de agosto de 1852, p. 498; « La filantropía y la caridad », La Caridad, Bogotá, n° 34, 19 de mayo 1865, p. 529; Rafael Celedón, « Diálogo entre un masón y un católico», La Sociedad, Medellín, n° 57, 12 de julio de 1873, p. 70.

Es un acierto de este estudio que tenga en cuenta la implantación en Colombia de la Sociedad de San Vicente de Paúl; incluso, ese factor haría pensar que es más convincente tratar este tema a partir del hito fundacional de 1857 que a partir de 1870. ¿Por qué? Porque puede suponerse que desde entonces comienza una nueva etapa del catolicismo colombiano en alianza con la dirigencia conservadora; después de la coyuntura crítica de mitad de siglo que desembocó en el golpe artesano-militar del 17 de abril de 1854, y gracias al triunfo electoral del conservador Mariano Ospina Rodríguez, hubo una reorganización del activismo asociativo que se basó en una alianza orgánica del laicado conservador y el personal eclesiástico. El modelo caritativo de la Sociedad de San Vicente de Paúl implicaba una movilización del personal laico y, algo que me parece poco destacado por el libro de Castro Carvajal, el vínculo sistemático al frente caritativo de las mujeres. La presencia del personal femenino estuvo basada en una propaganda doctrinaria muy fuerte durante ese siglo, auspiciada por el papado de Pío IX, acerca de las virtudes intrínsecas de la mujer para ser difusora de la fe cristiana. La visita domiciliaria, el apoyo masivo del personal femenino que se plasmó en la existencia de otras asociaciones, como la Congregación del Sagrado Corazón de Jesús que, entre otras cosas, tampoco aparece examinada en detalle por este estudio, fueron ingredientes novedosos que contribuyeron a que el conservatismo colombiano le diera una solución parcial a la necesidad de ejercer un control sobre los sectores populares y demostrar la superioridad del proyecto de una república católica sobre el proyecto laico del liberalismo radical. Ese conflicto entre dos ideales de organización republicana fue, eso sí, más intenso a partir de 1870 con la instauración de la reforma escolar del radicalismo. De todos modos, no puede despreciarse la importancia explicativa del contexto de pugnas entre liberalismo e Iglesia católica para comprender el paso que dio el conservatismo colombiano al adoptar la experiencia francesa de las conferencias de San Vicente de Paúl. En mi opinión, desde 1857 nuestro catolicismo pasa de una posición defensiva a tomar la iniciativa en la expansión de un asociacionismo basado en el frente de caridad. Digamos de paso que esta experiencia de contacto directo de la elite conservadora con los pobres fue evocada luego por un sector del partido conservador hacia la década de 1930, cuando era apremiante replantear la relación de elites y pueblo en un proyecto populista de ese partido (Es algo que me sugiere la lectura de otro libro reciente; Cesar Ayala Diago, El porvenir del pasado: Gilberto Alzate Avendaño, sensibilidad leopardo y democracia. La derecha colombiana de los años treinta, Bogotá, Fundación Gilberto Alzate Avendaño-Gobernación de Caldas, 2007).

Acerca de los orígenes de las asociaciones de ayuda mutua quizás sea necesario agregar algunas precisiones. Los clubes políticos que la dirigencia proto-liberal intentó fundar, entre 1838 y 1839, contienen en sus programas algunas tentativas de apoyo mutuo; la instrucción mutua fue una de las aspiraciones tanto de las Sociedades democráticas como de las Sociedades Populares de Instrucción Mutua que emergieron entre 1849 y 1851. Y, en 1868, ya existían círculos de ayuda mutua que se denominaron La Alianza y El Obrero. Tal vez nos falte indagar un poco más acerca de la posible influencia eclesiástica sobre estas asociaciones; no olvidemos que las asociaciones de artesanos en los primeros años de la Regeneración debían solicitar un permiso eclesiástico para su funcionamiento; tampoco olvidemos que algunas asociaciones de artesanos, como los carpinteros y los tipógrafos en Bogota, fueron el fruto del liderazgo del personal conservador y del vínculo muy estrecho con las actividades de la Iglesia católica. Rafael Núñez alguna vez reconoció que su ascenso político se debió, en buena medida, a sectores artesanales que se habían desprendido de la tutela liberal radical y habían preferido hacer alianzas con el conservatismo o con el ala moderada del liberalismo.

Como puede verse, el libro de la profesora Beatriz Castro Carvajal no sólo llena un vacío historiográfico sino que permite iniciar discusiones en torno, por ejemplo, a la relación de prácticas caritativas con la formación partidista en Colombia; en torno al vínculo orgánico de la caridad cristiana con la consolidación pública del partido conservador. Y, al mismo tiempo, nos permite comprender mejor las limitaciones en la expansión del proyecto modernizador liberal en una sociedad mayoritariamente rural y católica.








miércoles, 22 de septiembre de 2010

Pintado en la pared No. 37-Colombia es una cosa penetrable


Reseña del libro de Juan Guillermo Gómez García, Colombia es una cosa impenetrable. Raíces de la intolerancia y otros ensayos sobre historia política y vida intelectual, Bogotá, Diente de León, 2006, 454 pags.

Por: Gilberto Loaiza Cano

No puedo leer ni opinar sobre este libro sin sentirme, de varios modos, implicado. Primero, porque el autor es alguien que hace parte de mi generación; aunque la reflexión parezca caduca, creo que todavía puede sostenerse que existen y han existido generaciones intelectuales, grupos de individuos que han compartido determinados dilemas y formas de responder a esos dilemas; que han compartido carencias y rasgos en el proceso de su formación intelectual; que han tenido que debatirse en un campo simbólico que tenía ya sus sacerdotes. Existen, por supuesto, variantes y peculiaridades en los individuos mismos que los hacen más o menos singulares o distantes o distintos del resto; pero aun así el conjunto de afinidades no se borra del todo. Por eso puedo decir que a Gómez García ya lo conocía en sus primeros ensayos, que aquí los rescata. Y ya lo extrañaba porque recuerdo que había aparecido ante mí como un muchacho de una precocidad admirable. Luego desapareció; pero supe que fue una afortunada desaparición, no una de esas tenebrosas a las que nos ha acostumbrado este país terrible. Gómez García se había ido a gozar –no sé si exagero- del magisterio del profesor Rafael Gutiérrez Girardot, en Alemania.

Aunque se confunda con un testimonio de parte, me atrevo a decir que a la generación de Gómez García no le ha tocado fácil. Yo creo que no ha tenido tantos maestros o guías intelectuales como otras; no es una generación pionera en la institucionalización de las ciencias humanas, le ha tocado más bien formarse en disciplinas en vía de consolidación con oficiantes más o menos establecidos y reconocidos. Es una generación que ha llegado a un medio con unas rutinas, unos vicios y unas carencias difíciles de erradicar. En vez de disfrutar de un legado, ha tenido el reto de sobrevivir y forjarse en los desafíos de la investigación y de la escritura sin contar con grandes ejemplos de generosidad que la precedan y la iluminen. Si no, lancemos una ojeada sobre ciertos departamentos o institutos o escuelas (denominaciones sobran para simular) que se dedicaron al vacuo asunto de la « inter-intra-trans-disciplinariedad » o se anquilosaron en el facilismo de los estudios regionales y en la publicación rutinaria en revistas « indexadas » de articulejos que rozan frecuentemente el (auto) plagio. Gómez García hace parte de una generación que tuvo que soportar, primero, el prolongado cierre de la Universidad Nacional, en 1984, y, luego, el proyecto autoritario del rector Marco Palacios que se prolongó de manera al menos divertida con Antanas Mockus. Precisamente, a Marco Palacios y a Antanas Mockus nuestra generación les debe muy poco en términos intelectuales porque finalmente nos enseñaron que las instituciones universitarias pueden ser muy mezquinas y que lo único que debe prevalecer, en cualquier circunstancia, es la férrea convicción de un proyecto individual. Y aquí es donde una definición de nuestra generación puede entrar en el campo paradojal: nuestra generación intelectual se distingue por su individualismo, por haber crecido sin asociarse y con la costumbre de ver morir o de ver matar hasta los proyectos comunes más candorosos e inofensivos. Una generación, en definitiva, aplastada y solitaria, que todavía tiene que rendirles devoción en las universidades públicas a los tramposos alumnos – por lo menos tienen anecdotario de sobra para certificar que sí fueron alumnos - de Germán Colmenares y Estanislao Zuleta.

Y es una generación que le ha tocado sacudirse, con lentitud y trauma, de mitos, lugares comunes y grandes utopías políticas que se derrumbaron. Gómez García debe tener, a propósito, alguna buena reflexión sobre la Alemania escindida, luego penosamente unificada y ahora envuelta en el proyecto comunitarista europeo. Es una generación formada en y para el escepticismo, para la incredulidad y, en consecuencia, para el ejercicio de la crítica. Una crítica que significa reevaluación de lo que han sido las ciencias sociales en las últimas décadas y de lo que ha sido la escritura de la historia hasta nuestros días. Este libro es buena prueba de lo que puede lograrse en ese sentido.

Ahora bien, me veo implicado de otro modo. Los ensayos que reúne en este libro Gómez García tienen un vaivén entre historia política y vida intelectual, algo que está anunciado en el título del libro. Me veo implicado porque me siento responsable –o, mejor, irresponsable-por haber fomentado una historia de la vida intelectual colombiana que ha tenido hasta ahora unos oficiantes que me superan con creces. Además de algunos bien logrados ensayos que aparecen en este libro, debo evocar la obra sistemática del profesor Renán Silva. Pero detenidos ahora en la obra de Gómez García, digamos que el autor ha querido correr varios riesgos con este libro; el conjunto de ensayos es abigarrado: examen de la República liberal; un aporte a la historia de la izquierda en Colombia, con base en el análisis del caso del socialismo trotskista; interpretación de algunos relatos de Tomás Carrasquilla y José Antonio Osorio Lizarazo; unos balances sobre la trascendencia de la cultura alemana en Colombia; unos apuntes para una historia de la lectura y termina con un ensayo sobre la crisis (siempre está en crisis) de nuestro sistema universitario. Variopinto o pedantesco, el caso es que el autor se ha atrevido a presentar un repertorio muy variado de preocupaciones cuyo hilo conductor puede y debe ser una voluntad de escribir una historia crítica de la cultura colombiana. Otro riesgo consiste en que decidió reunir ensayos que provienen de diferentes extremos cronológicos; es decir, aquellos que fueron escritos antes de su viaje a Alemania y los que ha escrito luego de su retorno. En todos prevalece una misma convicción de crítico de la política y de la cultura; pero en los primeros ensayos es más evidente el tono lastimero, en ellos predomina un lamento en nombre de una modernidad más imaginada que posible. Me parece que Gómez García creyó (o cree) en la existencia de un modelo occidental de modernidad individualista, contractual, secular y liberal. Y no solo creía (o cree) en él, sino que lo deseaba realizado en nuestras circunstancias. Esa diferencia entre el deseo y lo que presenta la realidad es buen alimento para escribir y polemizar, pero poco sustento para el análisis porque en vez de deplorar ad nauseam lo que existe, lo que hemos podido llegar a ser y lo que seguiremos siendo, en vez de eso se necesita entender la condición sincrética, contradictoria de nuestra modernidad. Parece que Gómez García reproduce así un historicismo que hace ver lo que ha sucedido en América latina como un fracaso, el fracaso de un ideal de modernidad.

Ahora bien, qué transformación puede vivir un intelectual latinoamericano en las universidades europeas. La respuesta es múltiple; conozco gente que pasó por la Sorbona sin conocer París ni Francia; sin saber como funcionaban los restaurantes estudiantiles, sin hablar francés o, al menos, sin intentarlo. Sin entender las diferencias sociales entre Vanves y Saint-Denis. No siempre se tropieza con un buen profesor director de tesis y en muchas ocasiones se trata de señores que aprendieron a edificar un prestigio internacional aprovechándose de la inteligencia y la aplicación de sus alumnos latinoamericanos. El modelo y la síntesis los fabrican en Europa, el trabajo laborioso y empírico de validación de esos modelos es nuestra fatalidad. De todos modos admitamos que el contacto con Europa nos permite comunicarnos con tradiciones académicas de largo aliento, con recursos bibliográficos insospechados y con gente de inmensa generosidad humana e intelectual. Aprendemos a relativizarnos y compararnos, ganamos en el repertorio de análisis; entendemos y apreciamos mejor lo que tenemos y también entendemos por qué algunas cosas jamás las tendremos. Sin embargo, en esta reflexión cabe bien detenerse en lo que dice el propio Gómez García en su semblanza del maestro Gutiérrez Girardot; en comparación con Europa, el intelectual latinoamericano se sitúa de una manera peculiar; su pensamiento y escritura son menos cómodos, menos ordenados y sistemáticos. Con menos recursos y menos peso de una tradición, elabora con mayor heterodoxia y tiene una más natural propensión a la disidencia.

Leyendo sus ensayos sobre algunas novelas de Tomás Carrasquilla y José Antonio Lizarazo, o sus bien pensados aportes a la historia del trotskismo o del libro de izquierda en Colombia, y en el mismo ensayo acerca de la obra de Gutiérrez Girardot, hallo a un autor mucho más sobrio. Ya no es el que habla, como una especie de excusa, del « indescifrable lenguaje político del momento ». Se percibe luego a un excelente lector y crítico de la obra de Carrasquilla; aun así hay que formularle algunos reparos o, por lo menos, preguntas. Estamos de acuerdo -y me parece una obviedad- en que Hace tiempos, como todo lo que escribió Carrasquilla, es « una privilegiada fuente de conocimiento de la vida antioqueña ». Y, aun más, de la vida pública colombiana. Las « matronas piedragordeñas » no fueron patrimonio cultural exclusivo de Antioquia, también desfilaron por distritos o parroquias de lo que era en el siglo XIX el vasto Estado del Cauca o en la misma Bogota. Pero no puedo estar de acuerdo cuando compara la novela semi-autobiografica de Carrasquilla con Facundo o Recuerdos de provincia, de Domingo Faustino Sarmiento. El aburrido y esquemático Facundo ha servido para testimoniar los estereotipos de los intelectuales liberales del siglo XIX; es cierto que Facundo ha gozado de una hiperinflación de comentaristas y que a la obra de Carrasquilla le ha faltado críticos sistemáticos; pero, en cualquier caso, Hace tiempos de Carrasquilla va por un camino diferente y merece, tal vez, un tipo de comparación más pertinente. Por ejemplo, por qué no se comparan los relatos de Carrasquilla con los del chileno Alberto Blest Gana y, sobre todo, en lo que tiene que ver con la capacidad, en ambos autores, de producir un tipo de literatura que contó con un tipo de público. Alguien llamó a eso literatura transaccional, porque fue el resultado de una cierta síntesis o armonía entre el catolicismo y el asomo de la modernidad liberal.

A la obra de Carrasquilla le ha faltado crítica y le ha sobrado, como a otros autores, veneración provinciana. Y la buena crítica tiene que hacerlo trascender por encima de la sobreprotección antioqueña. Algo semejante tendría que suceder con la obra de José Antonio Lizarazo, que es algo más que literatura urbana o novelística bogotana. Esos provincianismos que entierran autores y obras, que encierran en territorios precisos, en un mapa de la separación, no aportan nada. También, en el caso de la novelística de Osorio Lizarazo, está de sobra decir que se trata de una obra con valor documental. Cualquier texto es texto de cultura, eso es evidente.

Otro ensayo que intenta escapar del “panorama gris de la realidad nacional” o del “presente turbio” que sale al encuentro de un “pasado turbio” es aquel dedicado del socialismo trotskista en Colombia. Creo que es una valiosa contribución a la historia de la cultura política y lamento que no haya podido tener en cuenta, por ejemplo, los aportes más recientes de Fabio López de la Roche. El ensayo se volvió buen pretexto para examinar el microclima universitario del decenio de 1970. Tal vez la prolongada digresión sobre el paisaje de la crisis de la universidad pública no haga más que destacar, sin quererlo, el débil influjo político y cultural del socialismo trotskista en nuestro medio. Y, tal vez, hubiese sido bueno explorar otras formas en que incidió el pensamiento trotskista en las ciencias sociales. Algunas genuinas reflexiones sobre la diversidad regional del país tienen, en buen grado, cimiento en la tesis trotskista del desarrollo desigual; en efecto, el desigual desarrollo de las regiones en Colombia hace parte de las explicaciones plausibles del accidentado devenir de lo que podemos llamar la nación colombiana.

En su ensayo sobre los viajeros alemanes del siglo XIX parece compartir sin reserva la mirada del civilizado sobre la barbarie de las republiquetas latinoamericanas que visitaban. Gómez García se decidió por ser más benévolo con los viajeros que con las sociedades presuntamente caóticas y burdas que recibieron a los ilustrados viajeros alemanes. Es cierto que admite la “irreprimible intolerancia” de las cartas de Alphons Stubel; pero igualmente acepta, como lo dijera el mismo viajero, que “la expresión es dura, pero completamente acertada”. El asunto no consiste en aceptar o negar tajantemente la versión y la visión de los viajeros europeos del siglo XIX sobre lo que acontecía en América; consiste, más bien, en relativizar el relato de viajes como fuente histórica. Aceptemos que no se ha dilucidado del todo la cuestión, pero el informe, las memorias o la carta de un viajero contienen un testimonio subjetivo de un autor, expuesto a excesos, desviaciones, omisiones y tergiversaciones. Mucho depende de la situación del testigo-autor, no podría pensar lo mismo de la vida pública ecuatoriana un influyente sacerdote jesuita alemán que un naturalista aparentemente marginado. El error de apreciación del autor del testimonio puede convertirse en un multiplicado error de apreciación cuando el historiador lo toma sin reparos. Sin embargo, no sería extraño que muchos viajeros europeos se sorprendieran o se indignaran de ver como se construía la vida pública de ese “otro Occidente”, tan cercano y lejano a la vez del provincianismo europeo. Me atrevo a recomendarle a Gómez García un interesante y reciente trabajo de Carlos Sanhueza titulado Chilenos en Alemania y alemanes en Chile. Viaje y nación en el siglo XIX (2006), que comienza precisamente con una revisión general de lo que fueron los viajeros alemanes de esa centuria bajo la sombra de Alexander von Humboldt. Pero entre el grupo de ensayos acerca de la presencia de la cultura alemana en Colombia destaco aquel dedicado a Ernesto Volkening, aunque sea uno de los peor editados y corregidos en el libro. Volkening fue un hombre que vivió en condiciones precarias y ejerció su labor crítica de manera discreta. Con todos los altibajos que pueda haber en su obra, Volkening puede ser todavía un modelo de crítica literaria o, al menos, un ejemplo de crítica en que no intervenían las vísceras.
Por último, quisiera detenerme en su ensayo sobre la historia política y social del libro de izquierda. Es uno de los más sugestivos e innovadores, porque explora en un terreno casi virgen. Pocos historiadores se han detenido a examinar el pasado lejano y el pasado reciente de lo que podría ser la cultura política de las disidencias políticas. Y entendiendo aquí cultura política como todo aquello que contribuye a formar un tipo de individuos con afinidades en la militancia ideológica y práctica. Lo que el autor examina acerca de la producción y consumo de libros en décadas más o menos cercanas es perfectamente aplicable a cesuras cronológicas más remotas. Las disidencias políticas y religiosas, aquí y en muchas partes, se han alimentado de las rupturas o desvíos en los procesos de producción y distribución de impresos. Un autor es indispensable y está ausente en sus reflexiones, se trata del historiador marxista británico Edward Palmer Thompson; pienso que su libro sobre la formación de la clase obrera en Inglaterra le puede ayudar a matizar o a profundizar en algunas ideas que todavía andan sueltas. Hay que tener en cuenta, leyendo a Thompson, que la sociabilidad artesanal, las tradiciones de rebeldía de los artesanos ante la irrupción de la modernización industrial, las experiencias autodidactas y la solidaridad mutualista contribuyeron a que el futuro proletariado urbano se auto- instruyera en asuntos técnicos y adquiriera una cierta cultura cívica. Las bibliotecas establecidas por propios artesanos, las formas de lectura colectiva que burlaban la censura oficial o la censura religiosa y que solucionaban el problema del analfabetismo, fueron mecanismos quizás más eficaces en la creación de una cultura política obrera que los esfuerzos institucionales del Estado mediante la escuela, las brigadas de alfabetización o la creación de bibliotecas públicas. Hay, en definitiva, un largo y apasionante camino por recorrer en este tema.

El libro de Gómez García contiene una especie de autobiografía intelectual, una historia de un proceso de escritura crítica. No son ensayos ligeros, son elaboraciones con sustento empírico cada vez más notable. Es posible que abunden reiteraciones y lugares comunes; también frases ácidas y efectistas; y uno que otro desquite con la mezquindad de sus colegas. El título es lo menos afortunado del libro, porque nos ha anticipado una especie de claudicación del crítico, de quien no ha podido “penetrar” en esa “cosa” llamada Colombia. O tal vez nos ha advertido, como lo ha reiterado en algunos de sus ensayos, que comparte esa representación pesimista de nuestra historia en que nada se salva. Pero, por fortuna, en el transcurso de la obra vamos hallando matices: ni el idilio ni la catástrofe. El subtítulo, “las raíces de la intolerancia”, tampoco es un anuncio consecuente con el contenido. Aparte del primer ensayo, titulado de igual manera, no se ve una reiteración que justifique el asunto. Pero, en fin, no hay duda de que estamos ante un escritor-investigador apasionado que ha ido encontrando una armonía fecunda entre los fundamentos empíricos y una voluntad de interpretación.

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